Gustavo Valle
Antes de entrar al apartamento, Fabián (moreno, musculoso, bien dotado) se secó el sudor de la frente con las manos y tragó saliva gruesa a pesar de su faringitis. Lo habían llamado hacía más de tres horas, pero demoró su salida como quien demora una consulta médica: dio infinitas vueltas dentro de la habitación y se quedó bajo la ducha pensando idioteces. Sobre todo se demoró frente al espejo practicando su baile con la música de John Paul Young de fondo. ¿Baile? Eso era lo que intentaba. Era su primera noche y se lamentó que justo ahora le volviera la faringitis.
Llegó pasada la medianoche vistiendo unos jeans muy ajustados y una vieja mochila colgada del hombro. Ana, la dueña de casa, le abrió la puerta mirando el reloj y Fabián echó un rápido vistazo hacia dentro: once chicas reunidas en la sala del enorme apartamento donde asomaba un balcón abierto con helechos enormes. Cobró por adelantado, luego preguntó por el baño (Ana le indicó apuntando al pasillo con su cabeza) y caminó hacia allá arrastrando sus zapatos negros. Para ese entonces ya varios mojitos habían rodado por las cabezas de las chicas que celebraban la despedida de soltera de Marta.
Al salir del baño con su pinta de cowboy, ya todas habían rellenado sus vasos y estaban, o querían estar, muy pícaras. A Cristina, la mayor de todas, le extrañó que el estríper se hubiese demorado tanto tiempo en el baño pero no le dio importancia. Al fin y al cabo, pensó, todo estríper se demora en el baño. Al verlo salir con sombrero, chaleco de cuero sin botones (abdominales aceitados) y pantalones de hule negro, Julieta, la sobrina de Marta, casi una adolescente, largó un suspiro parecido a la sirena de una ambulancia, y Marta, que estaba sentada en el sofá con un vestido de flores apretado, y luciendo una corona de penes de plástico en la cabeza, se frotó las manos como si hubiera sentido el olor de un lechón recién salido del horno.
Fabián colocó su mochila sobre la mesa del comedor y vio a las once mujeres repartidas entre el sofá, el sillón de cuero, las sillas del comedor y la alfombra Kilim de la sala. Casi todas estaban descalzas y había zapatos de tacón regados por todas partes. Luego miró a través del balcón un enorme cielo nocturno, pensó en los cielos estrellados de Araya, el pueblo donde había nacido, y respiró hondo.
Tragó saliva y sintió dolor.
Ana, en su rol de anfitriona, rompió el hielo y le dijo al estríper: “¡defiéndete vaquero!”, y Claudia, la más feita de todas, quizás la única virgen: “¡a ver cómo disparas!”, y Soledad, siempre tan fantasiosa: “¡estás rodeado, Trinity!”. Entonces Fabián metió una mano dentro de su mochila, sacó un CD y le dijo a Ana: “necesito música”. Ana le arrancó el CD de la mano y lo llevó hasta el equipo de música que estaba en la biblioteca.
Comenzó a escucharse “Love is in the air” de John Paul Young, y Fabián le pidió a Ana que subiera el volumen. Julieta reclamó: “esa canción es una mierda, pon otra”, y Fabián dijo: “no, ésa está bien”, temeroso de que alteraran sus planes. Después le pidió a Ana que apagara las luces, y al rato la sala se oscureció y quedó iluminada por la luz de una luna opaca que entraba por el balcón. En medio de esa semi oscuridad, se podían ver las siluetas de las chicas y seguir la ruta de los cigarrillos encendidos. Tamara, la más lanzada, la de la idea de contratar el servicio, comenzó a aplaudir, y pronto todas aplaudieron y se escucharon las palmas pidiendo que empezara el show.
Fabián comenzó a dar unos pasitos de baile muy cortos, sin apenas levantar los brazos. Luego hizo un par de giros sobre sí mismo con las caderas bastante tiesas, y agitó, o intentó agitar la cabeza a un ritmo distinto al de la música. Entonces Marta le dijo: “¿qué te pasa, cariño?”, y Carmen, la mejor amiga de Marta: “¿qué estás haciendo, bebé?” Y se escuchó otra voz que gritó: “!Ataca, vaquero, ataca!”, pero Fabián siguió bailando a su manera, mirando siempre hacia el balcón como si mirara un espejismo y luego se fue hasta la biblioteca y subió el volumen de la música.
Ana empezó a animarlo: “¡Una vueltita, una vueltita, una vueltita!”, y Fabián dio algunos pasos adicionales, quebró un poco más la cadera y apretó sus abdominales aceitados para que brillaran en la noche. La brisa que entraba por el balcón era un poco fría pero eso no era motivo para que un estríper no se quitara la ropa. Entonces Susana, la más tímida de todas, metió los dedos en su mojito, agarró un puñado de hojas de hierbabuena y con ellas fabricó un proyectil que arrojó a Fabián directo a la cara. Todas se sorprendieron con la audacia de Susana y hubo uno o dos segundos de silencio. Fabián se quitó lentamente el emplasto de hierbabuena sin decir nada y acto seguido Silvana, la prima de Marta, cantó; “¡que se lo quite, que se lo quite, que se lo quite!”, y todas hicieron coro: “¡que se lo quite, que se lo quite, que se lo quite!”. Se referían a la ropa y no al emplasto de hierbabuena.
Pero Fabián se desvestía tan lentamente que Carmen también se animó a arrojarle hojitas de hierbabuena. Metió los dedos en su mojito, sacó el emplasto verde y se le arrojó Fabián diciéndole: ¡“para que te calientes, cariño”! Fabián volvió a limpiarse la cara, resolvió quitarse el chaleco y comenzó abrir la bragueta de su pantalón de hule.
Al término de “Love is in the air”, siguió una balada de Withney Huston, la de la película “El guardaespaldas”, y de inmediato Rebeca, una colega de Cristina, dijo: “!ah, no me la calo!”. Se levantó del suelo visiblemente malhumorada, en su camino apartó de un empujón al estríper y fue directamente al equipo de música. Al rato comenzó a escucharse: “Matador”, de Los Fabulosos Cádilacs: “¡matador… matador…matador…!”.
Las chicas se animaron, encendieron una lucecita roja que Ana tenía reservada para momentos especiales y se escucharon aplausos y mucho alboroto. Las que estaban sentadas en el suelo se pusieron de pie, rodaron nuevos mojitos, y todas empezaron a animar a Fabián, que seguía remolón con los pantalones. Entonces Julieta se le acercó, se quitó su pañuelo de seda que llevaba como bufanda y se lo puso al estríper en el cuello, atándole un nudo de corbata, bastante apretado. Camila, que hasta entonces no había dicho nada, desató su pelo amarrado con una colita, batió su melena y dio unos aullidos simulando a un felino; después se acercó a Fabián y arañó con sus uñas los pectorales desnudos del estríper, dejando varias marcas rojas que Fabián soportó arrugando la boca.
La canción de la Huston ya estaba terminando y Fabián no avanzaba con los pantalones. Con la bragueta abierta Fabián sólo se había estado acariciando el abdomen con mano temblorosa, intentando ser lo más sexy posible. Además hacía movimientos pélvicos con descoordinación, como si tuviera problemas lumbares. Tenía la mirada perdida y parecía estar en otra parte, no en la casa de Ana, sino lejos, en el puerto de Marigüitar o en un playa de Campoma. Fabián miraba el balcón, como quien mira la lluvia caer y se desvestía con una lentitud insoportable.
Entonces Susana le advirtió: “estás para divertirnos, querido”, y Carmen: “pareces una estaca, chico”, y Cristina: “¿quién coño te enseñó a bailar?”, y al final Rebeca se hartó y dijo: “¡qué vaina tan aburrida!”, y se fue al baño como quien no quiere participar más y cuando pasó al lado de Fabián rozó su cigarrillo encendido contra el brazo desnudo del stríper. Fabián la miró con odio, se tragó el grito de dolor, y se sobó el brazo, untándose un poco de saliva. Sorpresivamente Julieta se acercó por detrás de Fabián y con sus dos manos bajó de un tirón sus pantalones de hule y los dejó arrugados en sus rodillas. Todas se mataron de risa al ver al estríper en calzoncillos blancos con las piernas afeitadas. Fabián terminó de quitarse los pantalones por sí mismo y Julieta fue a poner un disco de Madonna.
Ana les dio a todas una mala noticia: “se acabaron los mojitos, niñas”. Y las chicas tuvieron que elegir entre cerveza, vino espumante o whisky. Todas se decidieron por el whisky.
Con Madonna, Fabián parecía un poco más animado. Comenzó a levantar los brazos, contornear la cintura y mover los hombros con una coreografía que parecía hawaiana, o de alguna isla del pacífico. Por sus calzoncillos blancos y sus zapatos negros que nunca se quitó, cualquiera lo hubiera confundido con un turista europeo. Además el efecto de los whiskys benefició el ánimo de las chicas, que ahora parecían más relajadas, menos exigentes. La combinación de los mojitos y los wiskys ofreció una breve amnistía y transcurrieron esos minutos casi melancólicos que suelen preceder a la auténtica borrachera. Por eso a ninguna la sorprendió que Tamara derramara repentinamente su trago sobre el suelo donde bailaba Fabián, lo que hizo que resbalara y fuera a dar contra el sillón donde estaban sentadas Carmen y Susana.
El aterrizaje de Fabián fue poco glamoroso pues quedó sobre las piernas de ambas chicas despatarrado y boca abajo. Como le quedó muy cerca su culo, Carmen levantó el calzoncillo de Fabián con los dedos de una mano y con la otra se tapó la nariz como quien respira amoníaco. Todas se rieron. Susana, por su parte, hablaba con el cigarrillo en la boca, y decía cosas como: “¡arre caballo, arre, arre!”, y el cigarrillo le temblaba con cada “arre, arre” y sus cenizas caían sobre la espalda desnuda del estríper, que rápidamente se pudo de pie, continuó bailando por unos segundos más, esta vez sin coordinación, completamente desfasado, y luego agarró su mochila que había quedado al lado del equipo de música y se fue corriendo al baño.
Lo siguieron Cristina, Rebeca, Soledad, Carmen y Marta. Intentaron abrir la puerta del baño pero Fabián había cerrado por dentro. Golpearon la puerta diciendo: “sal de la cuevita”, “no nos abandones”, “abre, fabiancito”, “te queremos con nosotras”.
Pero del otro lado no se escuchaba nada, Fabián no respondía. Las chicas se impacientaron y llamaron a Ana, y Ana le dijo: “vaquero, ya está bien, abre la puerta…”, pero Fabián no decía ni pío.
El resto de las chicas dejaron la sala y se agolparon frente a la puerta del baño. “No podemos permitir esto”, le dijo Marta a Ana, exigiéndole una solución al problema. “¿No tienes la llave?” le preguntó Rebeca, y Ana, ya muy malhumorada, dijo que no, que el baño cierra por dentro, que no tengo la llave, que esta cerradura de mieeeerda…, y de pronto le vino un ataque de ira y pateó la puerta hasta casi abrirle un boquete. Ella misma se sorprendió de la fuerza que había empleado. Miró al resto de las chicas, y como si se tratase de la orden de un comandante, todas comenzaron a patear la puerta. Rebeca trajo de la cocina un taburete de metal y lo empezó a estrellar repetidamente. Las patadas y los taburetazos contra la puerta duraron unos quince segundos al cabo de las cueles Ana gritó: “¡abre esa mierda ya!” Y tras unos segundos de silencio la puerta se abrió.
Fabián estaba completamente vestido y les dijo con serenidad: “me estaba lavando la cara”. Ellas se asombraron por la desfachatez y la evidente falta de respeto del estríper y entonces Marta le advirtió: “te hemos pagado”, y Susana recalcó: “y muy bien”. Entonces Fabián sacó de su bolsillo el manojo de billetes y extendió la mano hacia las chicas. Ninguna agarró la plata. Fabián quedó con los billetes en la mano hasta que Soledad, animada por el efecto de las patadas contra la puerta, dio una violenta patada a la mano de Fabián y los billetes salieron volando. Fabián vio los billetes suspenderse en el aire como si fueran las gaviotas de Chacopata, hasta que éstos cayeron al suelo. Se colgó su mochila al hombro, apartó a las mujeres que estaban agolpadas en la puerta del baño y salió en dirección a la puerta de salida del apartamento.
Ana corrió, se adelantó a Fabián y llegó primero que él. Pasó la cerradura de la puerta y se metió la llave dentro del sostén. Fabián le dijo: “déjame ir”, y Ana soltó una carcajada que Fabián escuchó apretándose los dientes. Fabián quiso irse lejos, quiso cerrar los ojos y abrirlos en las playas de Guacarapo o en algún rincón de Chiguana. Se dio media vuelta, fue hacia la mesa de la sala, se paró frente a ella sin saber qué hacer, si llamar desde su celular o comenzar una larga discusión con las once mujeres, y resolvió todo de una forma infalible: agarró el florero que estaba sobre la mesa, sacó los gladiolos que estaban dentro y arrojó florero y gladiolos violentamente contra el suelo.
Ana gritó: “¿qué haces imbécil?”, y como si estuviese poseído, Fabián agarró unas figuras de Lladró, dos caballos tirando de una berlina que estaba la lado del sillón, y también las hizo trizas contra el suelo. “¡Hijo de puta!”, se escuchó, y Marta le exigió a Ana: “¡haz algo!”, pero Fabián ya iba al balcón donde estaban colgados los enormes helechos, y mientras las once chicas gritaban horrorizadas, Fabián arrancó las enormes hojas y volcó toda la tierra de la maceta en el balcón, luego entró a la sala y volcó el resto sobre la alfombra kilim y sobre el sofá, y terminó arrojando la maceta contra una vitrina que tenía unos adornitos muy finos. Entonces Susana agarró un cenicero de mármol que estaba en la biblioteca y se lo pegó a Fabián en el cuello, y Fabián se tambaleó y quedó muy mareado. Las demás decidieron que había que detener al energúmeno, y empezaron a arrojarle todo tipo de objetos: vasos, zapatos, botellas vacías, y Fabián, tapándose la cara con las manos, intentó defenderse. Pero el tacón de un zapato se encajó en su ojo izquierdo y el vaso de Marta reventó en la frente del estríper y comenzó a sangrar mucho. Fabián cayó al suelo malherido, y desde allí buscó la pata de una de las mesas, para volcarla o para defenderse o no se sabe muy bien para qué, pero fue imposible, las fuerzas le faltaron y justo en ese momento Rebeca se acercó con otra escultura de Lladró en las manos (un enorme gato color rosa) y golpeó la cabeza de Fabián varias veces hasta que el gato se partió en dos y Fabián quedó inconsciente sobre la alfombra de la sala, sangrando por la nariz, por las orejas, por todas partes.
“!Basta, basta!”, le gritó Ana a Rebeca, y Rebeca dejó de golpear a Fabián y se quedó con un pedazo de gato en las manos. Miró el cuerpo ensangrentado sobre la alfombra, miró el pedazo de gato y se preguntó, o le preguntó a las chicas con pánico: “¿lo maté, lo maté, lo maté?” Y entonces Cristina, que era médico, se acercó a Fabián, colocó su mano sobre su cuello, y confirmó que no, que no estaba muerto, que aún respiraba, pero que estaba muy grave. “Llamemos a una ambulancia”, sugirió Cristina. Pero ninguna movió un dedo, todas permanecieron en silencio y Cristina no insistió más con lo de la ambulancia. Entonces Susana agarró la mochila de Fabián, la abrió y comenzó a sacar lo que había adentro: un libro de Paulo Coelho, tickets de metro, un celular, una postal de Araya, un jarabe para la garganta, un mapa de la ciudad y varios CD´s de baladas norteamericanas. Luego volvió a meter todo en su lugar, se quitó su reloj y sus anillos de oro y los metió dentro de la mochila. Todas comenzaron a quitarse sus prendas, sus collares, sus pulseras, sus zarcillos para meter todo en la mochila del estríper. Una vez llena, Susana puso la mochila en la mano derecha de Fabián, y Ana agarró el teléfono y marcó el número de la policía.
5 comentarios:
¡qué duro, viejo, qué duro!
Muy buen cuento. Pero muy bueno.
Largo, aburrido y predecible. No merece estar en los Chang.
Pobrecito. Estaría leyendo 11 minutos?
11 minutos es bueno dígalo, lo malo es el final coheloso.
Buen cuento pana Gustavo.
Publicar un comentario