martes, 6 de febrero de 2007

A LAS 11 y 47

Adriana Bertorelli



Dentro de exactamente ocho minutos y medio me lanzaré desde lo más alto de la torre interna de este salón. Derribaré decoración y festejo y envuelto en jirones de cortina morada tiraré abajo candelabros y la cortina prenderá fuego. Le caeré encima a Ping, el mayor de los Chang, que se desplomará de espaldas encima de la mesa del dim sum y sangrará moderadamente por la boca, aun confundido mirando hacia los lados, buscando una respuesta, desenfundando el arma que tendrá calzada en la media de seda beige. Saltarán como perros dos de sus fieles y pensarán que esto ha sido un atentado. Con el agua de la fuente apagarán el fuego mientras el menor de los hermanos, el temible Ling Chang, saldrá del baño justo en ese momento, relamiéndose, sus manos empapadas en la sangre de la mujer que acaba de degollar sin razón aparente en pleno intercambio amoroso, sólo para mantener el músculo activo, como él dice, aunque sus matones se encarguen ahora de todo el trabajo sucio. Ling socorrerá a su hermano, le prestará el pañuelo bordado con sus iniciales, único recuerdo de su madre, le hará un gesto con la cabeza (todos saben que los Chang jamás se dirigen la palabra), se acercará a mi cuerpo retorcido por la caída, el rostro desfigurado todavía nadando dentro de la sopa agripicante, sonriente por mi logro de acabar con esta celebración absurda y tratará infructuosamente de reconocerme. La orquesta se verá obligada a un silencio tan fino como la línea que divide en dos el reino de los muertos, las mujeres tratarán de arrastrarme fuera de la sopa para aprovechar los restos, me lamerán el rostro con esa urgencia tan femenina de salvar lo insalvable, revisarán mis bolsillos con la excusa de buscar alguna identificación, arrancarán mis ojos, la primera en alcanzarla se llevará mi leontina que marcará las 11 y 47 y el resto seguirá bailando sin percatarse de que la orquesta hace tiempo que dejó de sonar.

Ping me pondrá el pañuelo de su hermano sobre el rostro en el único gesto amable que se le conozca y me vaciará encima la pistola por si acaso hay más muerte después de la muerte. Ling, el pavoroso, se comerá mi oreja y arrastrará mis restos al centro de la pista de baile como una advertencia, bañará mis heridas en champaña, con una señal oscura mandará a tapiar las salidas, se peinará con la mano, se acomodará el frac, besará a su hermano en la boca sellando un pacto eterno y la mujer desangrada en la loza blanca del baño nunca sabrá que esta historia se repite cada vez que alguien está de cumpleaños y a mi me da por el suicidio.

7 comentarios:

Carlos Eduardo Fuenmayor dijo...

MUY BUENO
Siempre me gusto como escribes
**********************
UN ABRAZO
Fuenmayor

Anónimo dijo...

balcones, suicidios, sincronías... un texto demasiado sabroso, Adriana.

La Gata Insomne dijo...

Peero amiga y compañera de hábitat
desincronizado
es que escribes como... los demonios
de pronto me sentí como Uma en Kill Bill, la que te guste más, la más sangrienta.

Besos

y te sigo la pista

¿Cómo era que te llamaba??
Alzaimer

Unknown dijo...

Sencillamente genial... sigo buscando en todas las librerias de Madrid algún libro firmado por AB... obvio... demasiado obvio... quizás ya hasta tengas nombre artistico y por eso no he encontrado lo que busco ;-)

Jailin dijo...

¡Macabramente brillante!

SERGIO MÁRQUEZ dijo...

Que claro lo dejas: la muerte es agridulce, y si la pides para llevar, puede venir en delicadas bolsitas rectangulares, transparentes. Y como a la muerte, habrá que morderlas, para que dejen escapar lo astringente de su condimento.

Salvador Fleján dijo...

A mí también me gusta tu texto, Adriana.
besos