martes, 6 de febrero de 2007

EDITORIAL CON APIO VELDE



Era otro día común en la peluquería, todo iba a la perfección. Los hermanos Chang estaban contentos con ese montón de mujeres cortándoles los cabellos y haciéndole masajes en los pies. Llegamos a pensar incluso que ya no habría más negocios, que, por fin, los mecenas del vicio estaban satisfechos.

Una tarde en que los hermanos se fueron a hacer unos negocios a Pelotillehue, nosotros, en vista de la tranquilidad reinante, y para darnos un gustico a manera de premiación, le dimos la tarde libre a las peluqueras.

Nos metimos en Internet, hicimos unas llamadas a las amigas de sexycaracas.com, compramos algo de champaña y jugo de durazno, y nos dimos a la tarea de ofrecer depilaciones a nuestras deliciosas amigas, que en verdad no tenían mucho donde depilar, pero igual no nos cohibimos de pedirles que se desnudaran para ver dónde tenían pelitos de sobra. En ésas andábamos, cuando de las paredes cayó un cuadro que dejó al descubierto el ojo de una cámara. Dos voces poderosas y alegres, hablando al unísono, dijeron:

-¡Ajá, estal pillados! ¡Empezal fiesta anilvesalio sin helmanos Chang!

Nosotros, perdiendo la cuenta de los pelitos a depilar, nos sacudimos despavoridos y preguntamos:

-¿Fiesta aniversario?

Hubo un largo silencio, y comprendimos entonces que habíamos metido la pata: estábamos celebrando, sí, pero ningún aniversario estaba contemplado en nuestro jolgorio, y los hermanos Chang se habían dado cuenta de eso. La alegría, la camaradería que había invadido por unos instantes a los hermanos Chang desapareció como una bala que entra en el cuerpo de su víctima. Sólo quedaba un agujero, y pronto la sangre comenzaría a brotar… de nuestros cuerpos.

Las puertas de la oficina donde celebrábamos nuestro guateque se abrieron de golpe, y entraron unos doscientos chinos asesinos, que de inmediato nos arrebataron a nuestras amiguitas y se las llevaron. Nosotros quedamos allí, en pelotas. Con los culos contra la pared, ofreceríamos nuestra mortal resistencia en caso tal de que los agujeros que fuesen a sangrar se encontraran justo en medio de nuestras nalgas.

En aquel silencio de post-castigo de Sodoma y Gomorra, los grandes hermanos Chang atravesaron la puerta, y, quitándose sus lentes oscuros de rigor, dejaron ver… otros lentes oscuros de rigor.

-Ustedes, muchachos malos, olvidal anivelsalio.
-Ya nosotlos tenel un año juntos.

Gracias a Dios y al Demonio, que quienes estos cuentan son hijos de lazarillos, sinvergüenzas, mamadores de gallo y de personalidades ínclitas en el oficio picaresco como Carlos Andrés Pérez y Hugo Chávez Frías, y ahí mismo, les salimos con una a los chinitos letales:

-¡Listo! ¡Entonces el próximo negocio será una agencia de festejos!

Los hermanos Chang volvieron a quitarse los lentes oscuros de rigor, dejando ver… otros lentes oscuros de rigor, y dijeron:

-Salval vida pol pellejo.
-Montal agencia, quelemos apio velde tuyu…

Y así, querido amigos, estamos hoy detrás de la máquina registradora de una agencia de festejos, luego de un milagroso año de vida junto a los hermanos Chang. Aún no le hemos comprado a nuestros mecenas el apio “velde” de la variedad “tuyu” (que seguro debe ser china), porque desde que abrimos no hemos parado y no tenemos tiempo ni para dormir. Cada vez nos llegan más y más clientes; hay mucho colombiano que llega con muchachitas tetonas (y es que sin tetas no hay paraíso), y también andan por ahí unos rusos sospechosos que nos dan escalofríos.

A pesar de que en todo este año nuestras vidas se han encontrado en constante peligro, no podemos decir que la hemos pasado mal; ha sido divertido, y este pasquín ha sobrepasado nuestras expectativas, las cuales, hemos de confesar, no teníamos ni tenemos, porque las expectativas están muy costosas en el mercado, y si se aplica el impuesto al lujo, resultarán más inalcanzables aún.

Agradecemos a nuestros generosos colaboradores, “sin ustedes esto hubiera no hubiera sido posible”; agradecemos a nuestros lectores, “sin ustedes nadie nos leería”, y agradecemos también a Orahn Pamuk por estas esclarecedoras palabras:

“Escribo, tal vez, porque tengo la esperanza de entender por qué estoy tan, pero tan enojado con todos ustedes, tan, pero tan enojado con todo el mundo.”

Saludos cordiales,

Fedosy Santaella y José Urriola (lavadores de manteles)

A LAS 11 y 47

Adriana Bertorelli



Dentro de exactamente ocho minutos y medio me lanzaré desde lo más alto de la torre interna de este salón. Derribaré decoración y festejo y envuelto en jirones de cortina morada tiraré abajo candelabros y la cortina prenderá fuego. Le caeré encima a Ping, el mayor de los Chang, que se desplomará de espaldas encima de la mesa del dim sum y sangrará moderadamente por la boca, aun confundido mirando hacia los lados, buscando una respuesta, desenfundando el arma que tendrá calzada en la media de seda beige. Saltarán como perros dos de sus fieles y pensarán que esto ha sido un atentado. Con el agua de la fuente apagarán el fuego mientras el menor de los hermanos, el temible Ling Chang, saldrá del baño justo en ese momento, relamiéndose, sus manos empapadas en la sangre de la mujer que acaba de degollar sin razón aparente en pleno intercambio amoroso, sólo para mantener el músculo activo, como él dice, aunque sus matones se encarguen ahora de todo el trabajo sucio. Ling socorrerá a su hermano, le prestará el pañuelo bordado con sus iniciales, único recuerdo de su madre, le hará un gesto con la cabeza (todos saben que los Chang jamás se dirigen la palabra), se acercará a mi cuerpo retorcido por la caída, el rostro desfigurado todavía nadando dentro de la sopa agripicante, sonriente por mi logro de acabar con esta celebración absurda y tratará infructuosamente de reconocerme. La orquesta se verá obligada a un silencio tan fino como la línea que divide en dos el reino de los muertos, las mujeres tratarán de arrastrarme fuera de la sopa para aprovechar los restos, me lamerán el rostro con esa urgencia tan femenina de salvar lo insalvable, revisarán mis bolsillos con la excusa de buscar alguna identificación, arrancarán mis ojos, la primera en alcanzarla se llevará mi leontina que marcará las 11 y 47 y el resto seguirá bailando sin percatarse de que la orquesta hace tiempo que dejó de sonar.

Ping me pondrá el pañuelo de su hermano sobre el rostro en el único gesto amable que se le conozca y me vaciará encima la pistola por si acaso hay más muerte después de la muerte. Ling, el pavoroso, se comerá mi oreja y arrastrará mis restos al centro de la pista de baile como una advertencia, bañará mis heridas en champaña, con una señal oscura mandará a tapiar las salidas, se peinará con la mano, se acomodará el frac, besará a su hermano en la boca sellando un pacto eterno y la mujer desangrada en la loza blanca del baño nunca sabrá que esta historia se repite cada vez que alguien está de cumpleaños y a mi me da por el suicidio.

EL ESTRÍPER TÍMIDO

Gustavo Valle



Antes de entrar al apartamento, Fabián (moreno, musculoso, bien dotado) se secó el sudor de la frente con las manos y tragó saliva gruesa a pesar de su faringitis. Lo habían llamado hacía más de tres horas, pero demoró su salida como quien demora una consulta médica: dio infinitas vueltas dentro de la habitación y se quedó bajo la ducha pensando idioteces. Sobre todo se demoró frente al espejo practicando su baile con la música de John Paul Young de fondo. ¿Baile? Eso era lo que intentaba. Era su primera noche y se lamentó que justo ahora le volviera la faringitis.

Llegó pasada la medianoche vistiendo unos jeans muy ajustados y una vieja mochila colgada del hombro. Ana, la dueña de casa, le abrió la puerta mirando el reloj y Fabián echó un rápido vistazo hacia dentro: once chicas reunidas en la sala del enorme apartamento donde asomaba un balcón abierto con helechos enormes. Cobró por adelantado, luego preguntó por el baño (Ana le indicó apuntando al pasillo con su cabeza) y caminó hacia allá arrastrando sus zapatos negros. Para ese entonces ya varios mojitos habían rodado por las cabezas de las chicas que celebraban la despedida de soltera de Marta.

Al salir del baño con su pinta de cowboy, ya todas habían rellenado sus vasos y estaban, o querían estar, muy pícaras. A Cristina, la mayor de todas, le extrañó que el estríper se hubiese demorado tanto tiempo en el baño pero no le dio importancia. Al fin y al cabo, pensó, todo estríper se demora en el baño. Al verlo salir con sombrero, chaleco de cuero sin botones (abdominales aceitados) y pantalones de hule negro, Julieta, la sobrina de Marta, casi una adolescente, largó un suspiro parecido a la sirena de una ambulancia, y Marta, que estaba sentada en el sofá con un vestido de flores apretado, y luciendo una corona de penes de plástico en la cabeza, se frotó las manos como si hubiera sentido el olor de un lechón recién salido del horno.

Fabián colocó su mochila sobre la mesa del comedor y vio a las once mujeres repartidas entre el sofá, el sillón de cuero, las sillas del comedor y la alfombra Kilim de la sala. Casi todas estaban descalzas y había zapatos de tacón regados por todas partes. Luego miró a través del balcón un enorme cielo nocturno, pensó en los cielos estrellados de Araya, el pueblo donde había nacido, y respiró hondo.

Tragó saliva y sintió dolor.

Ana, en su rol de anfitriona, rompió el hielo y le dijo al estríper: “¡defiéndete vaquero!”, y Claudia, la más feita de todas, quizás la única virgen: “¡a ver cómo disparas!”, y Soledad, siempre tan fantasiosa: “¡estás rodeado, Trinity!”. Entonces Fabián metió una mano dentro de su mochila, sacó un CD y le dijo a Ana: “necesito música”. Ana le arrancó el CD de la mano y lo llevó hasta el equipo de música que estaba en la biblioteca.

Comenzó a escucharse “Love is in the air” de John Paul Young, y Fabián le pidió a Ana que subiera el volumen. Julieta reclamó: “esa canción es una mierda, pon otra”, y Fabián dijo: “no, ésa está bien”, temeroso de que alteraran sus planes. Después le pidió a Ana que apagara las luces, y al rato la sala se oscureció y quedó iluminada por la luz de una luna opaca que entraba por el balcón. En medio de esa semi oscuridad, se podían ver las siluetas de las chicas y seguir la ruta de los cigarrillos encendidos. Tamara, la más lanzada, la de la idea de contratar el servicio, comenzó a aplaudir, y pronto todas aplaudieron y se escucharon las palmas pidiendo que empezara el show.

Fabián comenzó a dar unos pasitos de baile muy cortos, sin apenas levantar los brazos. Luego hizo un par de giros sobre sí mismo con las caderas bastante tiesas, y agitó, o intentó agitar la cabeza a un ritmo distinto al de la música. Entonces Marta le dijo: “¿qué te pasa, cariño?”, y Carmen, la mejor amiga de Marta: “¿qué estás haciendo, bebé?” Y se escuchó otra voz que gritó: “!Ataca, vaquero, ataca!”, pero Fabián siguió bailando a su manera, mirando siempre hacia el balcón como si mirara un espejismo y luego se fue hasta la biblioteca y subió el volumen de la música.

Ana empezó a animarlo: “¡Una vueltita, una vueltita, una vueltita!”, y Fabián dio algunos pasos adicionales, quebró un poco más la cadera y apretó sus abdominales aceitados para que brillaran en la noche. La brisa que entraba por el balcón era un poco fría pero eso no era motivo para que un estríper no se quitara la ropa. Entonces Susana, la más tímida de todas, metió los dedos en su mojito, agarró un puñado de hojas de hierbabuena y con ellas fabricó un proyectil que arrojó a Fabián directo a la cara. Todas se sorprendieron con la audacia de Susana y hubo uno o dos segundos de silencio. Fabián se quitó lentamente el emplasto de hierbabuena sin decir nada y acto seguido Silvana, la prima de Marta, cantó; “¡que se lo quite, que se lo quite, que se lo quite!”, y todas hicieron coro: “¡que se lo quite, que se lo quite, que se lo quite!”. Se referían a la ropa y no al emplasto de hierbabuena.

Pero Fabián se desvestía tan lentamente que Carmen también se animó a arrojarle hojitas de hierbabuena. Metió los dedos en su mojito, sacó el emplasto verde y se le arrojó Fabián diciéndole: ¡“para que te calientes, cariño”! Fabián volvió a limpiarse la cara, resolvió quitarse el chaleco y comenzó abrir la bragueta de su pantalón de hule.

Al término de “Love is in the air”, siguió una balada de Withney Huston, la de la película “El guardaespaldas”, y de inmediato Rebeca, una colega de Cristina, dijo: “!ah, no me la calo!”. Se levantó del suelo visiblemente malhumorada, en su camino apartó de un empujón al estríper y fue directamente al equipo de música. Al rato comenzó a escucharse: “Matador”, de Los Fabulosos Cádilacs: “¡matador… matador…matador…!”.

Las chicas se animaron, encendieron una lucecita roja que Ana tenía reservada para momentos especiales y se escucharon aplausos y mucho alboroto. Las que estaban sentadas en el suelo se pusieron de pie, rodaron nuevos mojitos, y todas empezaron a animar a Fabián, que seguía remolón con los pantalones. Entonces Julieta se le acercó, se quitó su pañuelo de seda que llevaba como bufanda y se lo puso al estríper en el cuello, atándole un nudo de corbata, bastante apretado. Camila, que hasta entonces no había dicho nada, desató su pelo amarrado con una colita, batió su melena y dio unos aullidos simulando a un felino; después se acercó a Fabián y arañó con sus uñas los pectorales desnudos del estríper, dejando varias marcas rojas que Fabián soportó arrugando la boca.

La canción de la Huston ya estaba terminando y Fabián no avanzaba con los pantalones. Con la bragueta abierta Fabián sólo se había estado acariciando el abdomen con mano temblorosa, intentando ser lo más sexy posible. Además hacía movimientos pélvicos con descoordinación, como si tuviera problemas lumbares. Tenía la mirada perdida y parecía estar en otra parte, no en la casa de Ana, sino lejos, en el puerto de Marigüitar o en un playa de Campoma. Fabián miraba el balcón, como quien mira la lluvia caer y se desvestía con una lentitud insoportable.

Entonces Susana le advirtió: “estás para divertirnos, querido”, y Carmen: “pareces una estaca, chico”, y Cristina: “¿quién coño te enseñó a bailar?”, y al final Rebeca se hartó y dijo: “¡qué vaina tan aburrida!”, y se fue al baño como quien no quiere participar más y cuando pasó al lado de Fabián rozó su cigarrillo encendido contra el brazo desnudo del stríper. Fabián la miró con odio, se tragó el grito de dolor, y se sobó el brazo, untándose un poco de saliva. Sorpresivamente Julieta se acercó por detrás de Fabián y con sus dos manos bajó de un tirón sus pantalones de hule y los dejó arrugados en sus rodillas. Todas se mataron de risa al ver al estríper en calzoncillos blancos con las piernas afeitadas. Fabián terminó de quitarse los pantalones por sí mismo y Julieta fue a poner un disco de Madonna.

Ana les dio a todas una mala noticia: “se acabaron los mojitos, niñas”. Y las chicas tuvieron que elegir entre cerveza, vino espumante o whisky. Todas se decidieron por el whisky.

Con Madonna, Fabián parecía un poco más animado. Comenzó a levantar los brazos, contornear la cintura y mover los hombros con una coreografía que parecía hawaiana, o de alguna isla del pacífico. Por sus calzoncillos blancos y sus zapatos negros que nunca se quitó, cualquiera lo hubiera confundido con un turista europeo. Además el efecto de los whiskys benefició el ánimo de las chicas, que ahora parecían más relajadas, menos exigentes. La combinación de los mojitos y los wiskys ofreció una breve amnistía y transcurrieron esos minutos casi melancólicos que suelen preceder a la auténtica borrachera. Por eso a ninguna la sorprendió que Tamara derramara repentinamente su trago sobre el suelo donde bailaba Fabián, lo que hizo que resbalara y fuera a dar contra el sillón donde estaban sentadas Carmen y Susana.

El aterrizaje de Fabián fue poco glamoroso pues quedó sobre las piernas de ambas chicas despatarrado y boca abajo. Como le quedó muy cerca su culo, Carmen levantó el calzoncillo de Fabián con los dedos de una mano y con la otra se tapó la nariz como quien respira amoníaco. Todas se rieron. Susana, por su parte, hablaba con el cigarrillo en la boca, y decía cosas como: “¡arre caballo, arre, arre!”, y el cigarrillo le temblaba con cada “arre, arre” y sus cenizas caían sobre la espalda desnuda del estríper, que rápidamente se pudo de pie, continuó bailando por unos segundos más, esta vez sin coordinación, completamente desfasado, y luego agarró su mochila que había quedado al lado del equipo de música y se fue corriendo al baño.

Lo siguieron Cristina, Rebeca, Soledad, Carmen y Marta. Intentaron abrir la puerta del baño pero Fabián había cerrado por dentro. Golpearon la puerta diciendo: “sal de la cuevita”, “no nos abandones”, “abre, fabiancito”, “te queremos con nosotras”.

Pero del otro lado no se escuchaba nada, Fabián no respondía. Las chicas se impacientaron y llamaron a Ana, y Ana le dijo: “vaquero, ya está bien, abre la puerta…”, pero Fabián no decía ni pío.

El resto de las chicas dejaron la sala y se agolparon frente a la puerta del baño. “No podemos permitir esto”, le dijo Marta a Ana, exigiéndole una solución al problema. “¿No tienes la llave?” le preguntó Rebeca, y Ana, ya muy malhumorada, dijo que no, que el baño cierra por dentro, que no tengo la llave, que esta cerradura de mieeeerda…, y de pronto le vino un ataque de ira y pateó la puerta hasta casi abrirle un boquete. Ella misma se sorprendió de la fuerza que había empleado. Miró al resto de las chicas, y como si se tratase de la orden de un comandante, todas comenzaron a patear la puerta. Rebeca trajo de la cocina un taburete de metal y lo empezó a estrellar repetidamente. Las patadas y los taburetazos contra la puerta duraron unos quince segundos al cabo de las cueles Ana gritó: “¡abre esa mierda ya!” Y tras unos segundos de silencio la puerta se abrió.

Fabián estaba completamente vestido y les dijo con serenidad: “me estaba lavando la cara”. Ellas se asombraron por la desfachatez y la evidente falta de respeto del estríper y entonces Marta le advirtió: “te hemos pagado”, y Susana recalcó: “y muy bien”. Entonces Fabián sacó de su bolsillo el manojo de billetes y extendió la mano hacia las chicas. Ninguna agarró la plata. Fabián quedó con los billetes en la mano hasta que Soledad, animada por el efecto de las patadas contra la puerta, dio una violenta patada a la mano de Fabián y los billetes salieron volando. Fabián vio los billetes suspenderse en el aire como si fueran las gaviotas de Chacopata, hasta que éstos cayeron al suelo. Se colgó su mochila al hombro, apartó a las mujeres que estaban agolpadas en la puerta del baño y salió en dirección a la puerta de salida del apartamento.

Ana corrió, se adelantó a Fabián y llegó primero que él. Pasó la cerradura de la puerta y se metió la llave dentro del sostén. Fabián le dijo: “déjame ir”, y Ana soltó una carcajada que Fabián escuchó apretándose los dientes. Fabián quiso irse lejos, quiso cerrar los ojos y abrirlos en las playas de Guacarapo o en algún rincón de Chiguana. Se dio media vuelta, fue hacia la mesa de la sala, se paró frente a ella sin saber qué hacer, si llamar desde su celular o comenzar una larga discusión con las once mujeres, y resolvió todo de una forma infalible: agarró el florero que estaba sobre la mesa, sacó los gladiolos que estaban dentro y arrojó florero y gladiolos violentamente contra el suelo.

Ana gritó: “¿qué haces imbécil?”, y como si estuviese poseído, Fabián agarró unas figuras de Lladró, dos caballos tirando de una berlina que estaba la lado del sillón, y también las hizo trizas contra el suelo. “¡Hijo de puta!”, se escuchó, y Marta le exigió a Ana: “¡haz algo!”, pero Fabián ya iba al balcón donde estaban colgados los enormes helechos, y mientras las once chicas gritaban horrorizadas, Fabián arrancó las enormes hojas y volcó toda la tierra de la maceta en el balcón, luego entró a la sala y volcó el resto sobre la alfombra kilim y sobre el sofá, y terminó arrojando la maceta contra una vitrina que tenía unos adornitos muy finos. Entonces Susana agarró un cenicero de mármol que estaba en la biblioteca y se lo pegó a Fabián en el cuello, y Fabián se tambaleó y quedó muy mareado. Las demás decidieron que había que detener al energúmeno, y empezaron a arrojarle todo tipo de objetos: vasos, zapatos, botellas vacías, y Fabián, tapándose la cara con las manos, intentó defenderse. Pero el tacón de un zapato se encajó en su ojo izquierdo y el vaso de Marta reventó en la frente del estríper y comenzó a sangrar mucho. Fabián cayó al suelo malherido, y desde allí buscó la pata de una de las mesas, para volcarla o para defenderse o no se sabe muy bien para qué, pero fue imposible, las fuerzas le faltaron y justo en ese momento Rebeca se acercó con otra escultura de Lladró en las manos (un enorme gato color rosa) y golpeó la cabeza de Fabián varias veces hasta que el gato se partió en dos y Fabián quedó inconsciente sobre la alfombra de la sala, sangrando por la nariz, por las orejas, por todas partes.

“!Basta, basta!”, le gritó Ana a Rebeca, y Rebeca dejó de golpear a Fabián y se quedó con un pedazo de gato en las manos. Miró el cuerpo ensangrentado sobre la alfombra, miró el pedazo de gato y se preguntó, o le preguntó a las chicas con pánico: “¿lo maté, lo maté, lo maté?” Y entonces Cristina, que era médico, se acercó a Fabián, colocó su mano sobre su cuello, y confirmó que no, que no estaba muerto, que aún respiraba, pero que estaba muy grave. “Llamemos a una ambulancia”, sugirió Cristina. Pero ninguna movió un dedo, todas permanecieron en silencio y Cristina no insistió más con lo de la ambulancia. Entonces Susana agarró la mochila de Fabián, la abrió y comenzó a sacar lo que había adentro: un libro de Paulo Coelho, tickets de metro, un celular, una postal de Araya, un jarabe para la garganta, un mapa de la ciudad y varios CD´s de baladas norteamericanas. Luego volvió a meter todo en su lugar, se quitó su reloj y sus anillos de oro y los metió dentro de la mochila. Todas comenzaron a quitarse sus prendas, sus collares, sus pulseras, sus zarcillos para meter todo en la mochila del estríper. Una vez llena, Susana puso la mochila en la mano derecha de Fabián, y Ana agarró el teléfono y marcó el número de la policía.

BURLA EN LA CALLE BERNERS

Armando José Sequera



La calle Berners es una de las más tradicionales de Londres, la capital inglesa. Debe su nombre al político y noble John Bourchier, conocido como lord Berners, quien fue Canciller de Inglaterra y vivió entre 1469 y 1533.

Sin embargo, la razón por la que más se recuerda esta calle obedece a un episodio ocurrido en 1809, al que se conoce como la Burla de la Calle Berners.

Dicha Burla consistió en una de las bromas más terribles que se hayan hecho a alguien y tuvo como protagonistas a dos personas que, curiosamente, no se conocían entre sí, ni jamás llegaron a conocerse: una, el bromista, llamado Theodore Hook, y la otra, una anciana viuda de la que sólo hemos podido averiguar que se apellidaba Tottingham.


Una casa inolvidable
Cierto día de 1809, Theodore Hook iba caminando por la calle Berners, en compañía de un hombre de apellido Beazley.

Entonces, la Berners estaba constituida, como la mayoría de las calles londinenses de la época, por dos hileras de casas similares, que apenas se diferenciaban entre ellas por uno que otro detalle aportado por sus ocupantes.

Mientras caminaban, Hook advirtió que la casa marcada con el número 54 mostraba un descuido inusitado, como si quienes habitaban en ella jamás se hubiesen preocupado por reparar lo que se dañaba.

Beazley comentó que esa era una casa para olvidar y la frase despertó la imaginación de Hook quien, de inmediato, propuso una apuesta a su amigo.

La apuesta consistía en que él, Theodore Hook, haría que la casa número 54 de la calle Berners se convirtiera, tal como estaba, en el lugar más famoso de todo Londres. Dada la dificultad que ello representaba, Beazley no dudó en aceptar la apuesta.

En los días siguientes, Theodore Hook averiguó que quien ocupaba la casa número 54 de la calle Berners era una anciana viuda de apellido Tottingham. Además, se hizo con un documento firmado por la viuda y luego pasó muchas horas aprendiendo a imitar su firma.

Posteriormente, dedicó varias semanas a escribir más de mil cartas, cada una de ellas contentiva de una maliciosa petición, y a todas les estampó la apócrifa firma de la viuda Tottingham.


Broma en cantidades industriales
Una mañana, mientras Hook observaba desde una esquina próxima, una docena de deshollinadores se presentó a la misma hora en casa de la viuda Tottingham, anunciando que venían a limpiarle la chimenea. Como no había solicitado tal servicio y menos a varias personas al mismo tiempo, la viuda enfrentó un problema para el que no estaba preparada y, en cuestión de minutos, su frágil mundo pareció derrumbarse.

Los doce deshollinadores se fueron poniendo cada vez más furiosos y, aparte de mostrarse molestos con la viuda, comenzaron a insultarse y a retarse entre ellos.

Pero la broma apenas estaba comenzando y, quince minutos después de la llegada de los deshollinadores, se presentaron más de diez carretas repletas de carbón, cada uno de cuyos conductores decía traer la cantidad que se le había encargado del sólido combustible.

A partir de ese momento y con apenas cinco o diez minutos de diferencia, llegó todo tipo de transportes y personas, muchas de ellas llevando algún pedido. El primero fue un enorme carretón repleto de mesas, sillas y armarios, solicitados según una carta por la viuda Tottingham.

La pobre señora no atinaba a comprender lo que ocurría, ni encontraba cómo manifestar su honrada confusión, cuando en eso aparecieron varios carros cargados de toneles de cerveza y otro coche tirado por más de una docena de caballos, que portaba un gigantesco órgano de iglesia.

En la media hora siguiente, arribaron varias decenas más de carretas llevando cientos de sacos de papas, de vegetales diversos, de frutas y carnes de todo tipo, así como peluqueros, joyeros, dulceros, pasteleros, costureras, peleteros, ópticos e incluso dos médicos y un dentista, que pretendían examinar a la viuda y sanarla de las enfermedades que describía en las cartas que, supuestamente, les había enviado.

También llegó un coche fúnebre en busca del cuerpo de la dama que ya estaba al borde de la locura, dada la barahúnda que había en el interior y en las afueras de su casa.

A continuación, hicieron acto de presencia decenas de tenderos, todos con mercancías de muy diversa índole y procedencia que, según decían -esgrimiendo cartas firmadas por la viuda Tottingham-, habían sido solicitadas por ésta, aumentando con ello el escándalo que ya había atraído a cientos de curiosos.

Y debido, precisamente al alboroto que se había formado ante el número 54 de la calle Berners, la policía llegó al lugar.

Pero ocurrió que los cientos de comerciantes y trabajadores indignados que congestionaban la casa y los alrededores, hicieron que los esfuerzos de los agentes por restaurar el orden resultaran vanos.


Al exilio por bromista
Para colmo, en medio de la cada vez mayor algarabía, llegó el duque de York, comandante en jefe del ejército, para averiguar por qué había muerto uno de sus hombres frente a la casa número 54 de la calle Berners, según una carta que acababa de recibir, escrita y firmada por la viuda Tottingham.

Con apenas minutos de diferencia, también se presentaron al lugar el arzobispo de Canterbury, el juez mayor de Londres, el gobernador del Banco de Inglaterra y el alcalde de la ciudad. Fue este último quien, al ver lo que estaba ocurriendo, comprendió que se trataba de una gigantesca broma.

Al instante, solicitó refuerzos policiales y, cuando éstos arribaron, se calmaron los ánimos.

El alcalde recordó que, años atrás, él había sido víctima de una broma parecida a ésta, sólo que de mucha menor magnitud, y el responsable de la misma había sido Theodore Hook.

Éste, por su parte, no demoró en cobrarle la apuesta a su amigo Beazley y luego desapareció de Londres, donde no se supo de él durante muchos años, pues el alcalde ordenó que, al vérsele, se le arrestara.

Cuando Hook regresó a la capital inglesa, ya tanto la viuda Tottingham como el alcalde habían muerto y él era un anciano que, al visitar las tabernas vecinas, entretenía a los parroquianos con los relatos de sus bromas y burlas.


Del libro Funeral para una mosca. Colección Debate, Ramdom House Mondadori, Caracas, 2005. Publicado con autorización del autor.



http://caravasar-asequera.blogspot.com

VÁMONOS

Jorge Gómez Jiménez



Hay tipos que creen que por duros tienen que ser adustos y de genio difícil. Es una estupidez, porque tal actitud termina por convertirlos en seres mal encarados a los que cualquier estímulo externo les molesta. Las mujeres suelen llamarlos aburridos.

Hay una chica muy alegre, de esas cuya alegría es contagiosa, a la que he visto por toda la ciudad en las situaciones más diversas, aunque nunca hemos sido presentados. Una vez la vi en una competencia de ciclismo, otra vez en una gasolinera recolectando dinero para una buena causa, hace algunos meses la oí carcajearse detrás de mí, ante una computadora, en un centro de chat por Internet.

Anoche se la señalé a Wil desde la barra apenas llegamos al Gran Metro. Le calculamos unos treinta años. Era alta y de piel canela, y lo más provocativo de su estampa eran los labios. Estaba con dos tipos en una de las mesas y hablaba animadamente con el más joven, el que parecía ser su pareja. Después, cuando pudimos verlo con detenimiento, descubrimos que era algo mayor de lo que habíamos calculado, sólo que lucía más joven porque era más delgado y vivaracho que el otro, un tipo algo corpulento y silencioso, completamente fuera de lugar.

En cierto momento ella se levantó de su silla y se fue al baño, paseando su exuberante humanidad por el lugar. Wil y yo aprovechamos para mirarla en detalle cuando pasó cerca de nosotros. Era una de esas hembras poderosas que llegan a un sitio y de inmediato se adueñan de las malas intenciones.

Poco después de que volviera a su mesa, el Panzer y los suyos empezaron a tocar. La chica se puso a interpretar apasionadamente una de las canciones del set, acompañada por su pareja, el flaco. Era una canción memorable y algo vieja, de los ochenta. El Panzer me señaló a la chica desde el escenario y yo le pedí con un gesto de la mano que siguiera tocando canciones de ese estilo. Fue un éxito.

A la tercera canción la chica y su novio le hacían el coro al Panzer, de lo más animados. Le hice notar a Wil cómo, en contraste, el corpulento no participaba de la acción. Para empezar, estaba sentado de espaldas al grupo; por otro lado, bostezaba teatralmente. Se notaba que estaba exagerando un fingido aburrimiento porque quería irse.

“Qué aguafiestas ese tipo”, me dijo Wil al cabo de un rato. Cada cierto tiempo la chica invitaba al corpulento a cantar con ellos, pero él se negaba y ella le hacía con la mano un ademán de menosprecio. El otro no se entrometía, pero cada vez que empezaba una canción celebraba con su chica la calidad del recuerdo. “Mira cómo se arrellana en su asiento”, le dije a Wil refiriéndome al corpulento. “Qué descortesía para con esa hembra”. Nos reímos de él sin ningún empacho.

Sé que llegué a mi deducción a través de asociaciones lógicas y algo de fantasía, pero en el momento me pareció poco menos que una revelación. Tomé a Wil por la manga y le dije: “El novio es el aburrido”. Wil, obviamente, no estuvo de acuerdo conmigo.

La chica estaba demasiado entusiasmada con el flaco, recordando los pasos de los ochenta y riendo a mandíbula batiente. A Wil le pareció una insensatez mi hallazgo.
Traté de argumentar. “Fíjate”, le dije, “el aburrido tiene la apariencia de ser un tipo resuelto, además de que con ese físico no tiene necesidad de aburrirse acompañando a una pareja, como correspondería más bien a un mequetrefe. Y realmente el mequetrefe es el otro, el flaco. Con tales muestras de aburrimiento y descontento, un tipo con esa pinta ya habría puesto su parte de la cuenta y se habría ido, o al menos qué sé yo, se habría sentado de frente al grupo y a la puerta para iniciar su propia cacería”.

Wil empezó a convencerse de que lo que yo decía tenía cierta lógica. Continué especulando. “La chica es la novia del aburrido y tienen ya algún tiempo juntos. Es por eso que él se permite la tontería de demostrar que está aburrido, pues por muy aguafiestas que sea, él se siente el propietario de la chica. El flaco es un viejo amigo que estaba de viaje o al que por otra circunstancia hacía tiempo no veían. Llegó hoy, se encontraron por casualidad y el aburrido, ostentoso, quiso que su chica y su amigo lo acompañaran a uno de los mejores sitios de la ciudad, un poco para pavonearse. Pero bastó que empezara la música y se hiciera necesario mostrar algo de alegría para que el aburrido decepcionara a la chica y el flaco pasara a ocupar el primer plano”.

No hizo falta demasiado tiempo para que los hechos corroboraran mis ideas. Cuando el flaco fue al baño, la chica hizo un último intento por animar a su novio. Tomó la mano hasta el corpulento y le dijo algunas cosas en ese exquisito tono alegremente suplicante que una hembra esgrime para seducir y lograr sus metas. El aburrido no cesaba de hacer gestos de aburrimiento, incluso cuando el flaco volvió a sentarse. Ella hizo a su vez un gesto de resignación y le soltó la mano.

“El aburrido es el novio”, repetía Wil en un ataque de risa. “Y un imbécil”, le dije. “Debe de haber sido enseñado desde pequeño a demostrar que es un macho, pero tiene la idea errada de que ser macho le impide gustar de la música, la alegría. Sentarse de espaldas al grupo, menospreciar la alegría de su chica y de su amigo, hasta la forma como alarga las piernas por debajo de la mesa son señales mediante las cuales indica que la alegría es una cosa sosa de la que su carácter de macho no le permite participar”.

El momento cumbre de la noche vino cuando el aburrido fue al baño. El flaco se hizo el desentendido y miraba al grupo del Panzer como queriendo escapar de la tentación. La chica siguió con la mirada al aburrido —yo diría que con rabia, con desprecio— hasta que desapareció tras la puerta del baño. Entonces tomó al flaco por el brazo y le dirigió algunas palabras en las cuales adivinamos le estaba pidiendo opinión sobre la estulticia de su novio. El flaco declinó hacer comentarios y siguió dándose palmaditas en la pierna al compás de la música.

Entonces la mujer hizo un gesto de cansancio y le dijo al flaco algo definitivo. En ese momento Wil me miró incrédulo; mis cejas ya estaban arqueadas de la impresión. Wil me preguntó si yo creía que ella había dicho lo que él creía que en efecto había dicho. “Le dijo Vámonos”, respondí poco a poco, aún sorprendido. “Va a dejar al novio”. “Bien hecho”, me dijo Wil, y yo me mostré de acuerdo.

Todo escrúpulos, el flaco hacía constantemente con la cabeza un ademán negativo y parecía reprochar la audacia de la chica. “Pobrecita”, le dije a Wil. “Ahora le va a costar divertirse”. Me equivoqué. En cuanto llegó el novio, ella empezó a actuar de manera cada vez más descarada. Creo que la negativa del flaco a hacerse con tamaño trofeo terminó de desquiciarla e hizo que los tragos le estallaran en el medio del cerebro.

Un mesonero los conminó a irse cuando ella se levantó bailando y empezó a bajar la cremallera de su pantalón, ante los esfuerzos divertidos del flaco por hacer que se sentara y la mirada atónita del aburrido novio, a quien no le quedó más remedio que pedir la cuenta para salir, al fin, de la que supongo fue una de las noches más bochornosas de su vida.

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ARÁNDANOS

María Celina Núñez



¿Qué clase de mujer podía ser aquella que había tomado en serio semejante pregunta y había presumido de conocer la respuesta? Una cena resuelta, había dicho Max. Cuando cambiaron la música de Brahms para The Cranberries se había sentido aliviado: sólo tenía que lidiar con el tormento del hambre. Como haciéndole coro a Dolores O’Riardan, gritaba Salvation cada vez que el gordo llamado Pedro se asomaba desde la cocina para decir que pronto, ya dentro de nada, estaría el souflee. Tampoco le parecía un buen menú para saciar el hambre de día y medio. Se lo había dicho a Max cuando coincidieron en la puerta del baño: no se suponía que concluyera así tan larga espera.

Con el paso de las horas y a falta de algo mejor, se había ido concentrando en aquella mujer que sólo bebía vino blanco, “que es lo más suave que me pasa por la garganta”. Le miró los ojos y pensó que casi podrían haber sido bonitos. Pronto modificó la conclusión: habían sido bonitos pero ahora esas ojeras hinchadas eran casi un sabotaje. Casi porque cuando llegó ni siquiera reparó en ella, pero cuando salió con lo del vino la miró mejor. Era una snob, sin duda, pero pensó que si supiera de fotografía le gustaría retratarla; como buen rostro extraño, tenía unos ángulos que podían ser una delicia. Se acordó de su cámara. La había conseguido a buen precio después de buscar varios meses: una Pentax de segunda mano. Fue lo último que vendió. Comenzó por los cuatrocientos dólares que había estado guardando para darse una vueltica por algún lado. Le habían dicho que Brasil era muy barato para alguien como él, sin pretensiones.

Cuando todo empezó a ir mal, se negó a aceptarlo. Los dólares lo sacarían de apuros y todo continuaría como siempre. Con los libros fue más difícil: pasó semanas seleccionando los prescindibles hasta que comprendió que, de seguir así, no habría venta. Le dolió salir de la colección de Trotski porque era una herencia. Pero luego pensó que esos libros, como todo lo leído, estaban en su cabeza, que el objeto era lo de menos y que había que sobrevivir. Nunca había tenido bienes u objetos de valor. Algunas cosas de la casa en la que había vivido en los últimos tres años se hubieran vendido muy bien, pero pertenecían a su familia. Varias noches se desveló pensando en el desfalco, pero al final no se atrevió. Cuando le dijeron que tenía que irse de la casa, se dijo que con dinero para tres meses sería suficiente, que en ese tiempo todo en su cabeza volvería a la normalidad. Para ese momento sólo le quedaban la computadora y la cámara fotográfica. Decidió con una facilidad sorprendente: en lo sucesivo escribiría a mano. La cámara era otra cosa; apenas si sabía manejarla, apenas si había tomado dos rollos de fotos y el segundo esperaba desde hacía meses por ser revelado. Pero era lo único que le resultaba desconocido después de tres años; lo único que había dejado para después pensando que el tiempo no se quebrantaría. El único instrumento que, como una pinza, le permitiría agarrar de nuevo la realidad. Vendió la computadora, botó un montón de papeles y se fue. La plata sólo le duró mes y medio. Ahí tuvo que vender la cámara que ni siquiera había tocado en ese tiempo. La cosa no fue mejor; por una Pentax de segunda, algo más vieja de lo que había pensado, le daba para pagar el cuarto dos meses. Desde entonces, una inteligencia fotográfica se había apoderado de él. Sufría arranques de inspiración en los momentos más inesperados. Como ahora, muerto de hambre, aburrido e irritado por aquella mujer cuyo rostro feo ya había retratado desde mil ángulos. La mujer hablaba poco pero parecía saberse al dedillo todas las letras de The Cranberries. I’m free to decide, free to decide. Difícil creerlo de alguien que tiene la neurosis propia de las exniñas de colegios de monjas. Ya debía ser una treintona, pero ésa era una marca que no se borraba nunca.

El gordo llamado Pedro había vuelto a asomarse jurando que ahora sí. La mujer dijo que ella normalmente comía poco, pero que si no servían pronto, ese vino le iba a caer mal. Entre la cara de la mujer, fea pero interesante, y The Cranberries, la espera se estaba volviendo tolerable, tanto que su hambre casi sentía pereza de ser satisfecha. La sensación en el estómago se había suavizado como una caricia y, aunque quería comer -para eso había ido- le costaba sacudirse de ese estado suspendido. Sin detenerse mucho en la conversación, se había concentrado en esa mujer pensando que por qué no, que había pasado tanto tiempo desde la última vez y que seguramente en la cama diría menos tonterías -al menos él estaba dispuesto a dejarla hablar menos-. Quiso pensar cómo se habría visto a los veinte años y por esa rendija se coló Catalina.

La mujer de las ojeras se parecía a Catalina, por eso le había gustado aunque no la había encontrado bonita. Cuando su vida empezó a desplomarse, la imagen de Catalina se volvió recurrente. En los diez años que llevaba sin verla pensaba en ella de un modo esporádico, siempre como algo querido pero pretérito. Después de dejarla había amado a otras mujeres y esa muchacha de veinte años se había convertido en un recuerdo dulce que ocupaba un lugar privilegiado. Pero cuando todo se quebró: Inés ida de la casa, él tratando de sobrellevar ese techo sin ella, él olvidando qué día era hasta el punto de perder el trabajo; él planificando irse de una vez por todas para la mierda; y la llamada de su tío confirmando lo anunciado seis meses atrás: la casa se vendía; a partir de allí, la cara de Catalina había comenzado a presidir su vida. En esas semanas, más que nunca, se arrepintió de no haber conservado fotos de ella. Repasó detenidamente los dos años que estuvieron juntos. Quiso esribirlos como si con ello pudiera rastrear en qué momento su vida había comenzado a perder el rumbo, hasta que se acordó de por qué, queriéndola, la había dejado: él nunca supo bien qué quería hacer pero comprendió que con ella no hallaría el camino. Dejó la idea de escribir pero soñaba con aquella muchacha de ojos somnolientos que probablemente ahora debía verse como la mujer ojerosa que tenía en frente. Porque las dos tenían los ojos iguales, por eso se había enganchado con la snob: ojos rasgados, mirada escurridiza. Comprendió que Catalina ya no podía ser joven. Pero en los sueños que lo habían cercado por tantas noches, la veía de dieciocho años, subiendo por la carretera de El Junquito, tomando cerveza con chinotto y desabotonándose la blusa en medio de la neblina que entraba por la ventana del Maverick.

Cuando se fue de la casa, después de haber vendido los libros y haber pensado hacer lo mismo con algunos muebles aunque lo tildaran de ladrón cuando ya estuviera bien lejos (así podría llegar a Madrid y no tener que conformarse con más trópico), el rostro de Catalina se desvaneció. Los meses fuera de la casa habían sido aún peores. Primero no comía porque no le daba la gana, porque se estaba dando tiempo para salir de ese marasmo y largarse de una vez por todas. Pero sin darse cuenta, un día llegó la dueña del cuarto a preguntarle si se iba a quedar un mes más y dijo que sí y pagó. A partir de entonces fue cambiando los dólares cada semana y desde hacía un mes vivía como quien dice de la caza y la pesca: es decir, de los resuelves de los amigos. Por eso, cuando esa noche Max le habló de la cena, la pareció ideal. Pero ya llevaba más de dos horas en esa espera, medio borracho, deprimiéndose cada vez más y loco por zafarse de esa falsa Catalina, de esa ojerosa monjil que ahora estaba colgada de él como de una perchera.

Iba a darle la excusa de que necesitaba el baño, cuando reparó en que todo ese tiempo cerca de la mujer había estado escuchando The Cranberries y sintió un aturdimiento retardado, una saturación que bien podría convertirse en vómito. Fue entonces cuando alguien preguntó qué significaba cramberries. Todos se quedaron como si nada pero la flaca ojerosa respondió “arándanos” y, ante la mudez de todos, remató “¿no me van a decir que no saben lo que es un arándano?” Siempre hay alguien que es el encargado de comenzar las carcajadas y el gordo llamado Pedro, que en ese momento salía para decir que por fin el souflee estaba listo, fue el más indicado.

Entre risas todos avanzaron hacia la mesa del buffete. Entonces, él aprovechó el éxodo para correr en sentido contrario antes de que la erudita reparara en su huída.

La noche continuó siendo de perros pero se llevó en la chaqueta una botella de vino y un montón de ruedas de pan que seguramente alguien iría después a buscar en la cocina. Ya en la calle se preguntó qué clase de mujer podía saber lo que era un arándano y qué clase de tipo podía pasarse más de dos horas mirándole la cara a una mujer así.


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LOCURA Y MUERTE EN "LA BEJARANA"

Sergio Márquez



“La Bejarana”, ya en franca decadencia, solía celebrar bajo sus toldos las más encumbradas “soirées” de la tout Caracas y su jet-set de media locha. Aquella noche aciaga, Clarita Pacanins Herrera Gurrucheaga Fontiveros y Tommy “Nené” Oteyza Planchart casaban se de mutuo acuerdo entre familiares y amigos, acabando así con los rumores acerca de la turbia conducta pansexual del “Nené” y arrojando sombras sobre las impúdicas demostraciones de cariño exhibidas por Clarita hacia la persona de un negro apodado Cumboto, oriundo de Choroní. (¡Es que ninguna de nosotras ha podido oler, ni siquiera de lejos, esa guarapita, y mucho menos con un moreno al lado!, dijo la tía Tacatá al enterarse del escándalo tropical.) El hecho es que aquella noche el castillo de naipes del rancio abolengo de ambas familias habría de sucumbir ante la cruda verdad, exaltada por el vapor siniestro de los polvos y licores. Todo comenzaría posteriormente al brindis inicial, cuando Yolfred, un mesonero nuevo y sin experiencia alguna, le vendió al Nené, ignorando por completo sus antecedentes politoxicómanos, una bolsa de perico rosado de las de treinta mil. El Nené, con ese saber estar y ese donaire que lo caracterizan, dispuso del alcaloide repartiéndolo magnánimamente entre los padrinos de su cortejo, incluyendo al arrogante Charles Virginio Tovar y Tovar Zuloaga. Esa misma noche, el Nené sería descubierto por unas niñitas del cortejo que jugaban entre los arreglos de palmeras, entregándose con vehemencia al cariño viril junto al perverso Charles Virginio: ¡Mamámamámamá, el tío Nené está besando a otro señor en la bragueta!, gritó una de las pequeñas doncellas, y aquel chillido sería la primera trompeta angélica premonitoria de la debacle. Al enterarse del tal desliz, Susy Carnevalli Heredia Tamayo salió disparada a buscar a la recién estrenada esposa, mas cual no sería su estupor al sorprenderla en la cocina de La Bejarana, ebria y delirante, con el vestido de Raenrra hecho jirones y rodeada por una horda de mesoneros en interiores, aplicándole una “rueda de pescado” de pronóstico reservado a la sudorosa novia.

A Don Telémaco Pacaníns Gurrucheaga, padre de la novia y hombre de reconocido mal talante, quien bailaba La Macarena de lo más animado, le fue comunicado de inmediato el dislate de su primogénita. Sacó de inmediato la mano de dentro de las pantaletas de su prima-hermana Lala, mandó a parar la música (ya la gente de Tártara iba por la Conga...) y le exigió el divorcio “ipso facto” a su mujer, esgrimiendo como excusa que una niña que se comportara como una golfa el día de su propia boda no podía ser hija suya. Doña Jimena Herrera Azpúrua Fontiveros sacó de su bolso de mano una calibre 22 con cacha de nácar y le dio tres tiros a Clarita en el pecho, mientras gritaba a todo gañote que prefería quedarse sin hija que darle el divorcio al degenerado de su marido. Hasta aquí todo iba de maravilla, pero Bruno Alberto Brunicelli Bustamante, destacado cirujano plástico y amigo personal de la familia, al ver su obra maestra destrozada, se abalanzó sobre Doña Jimena con el bisturí de emergencia que siempre lleva a todas las bodas, y le rajó la boca para dejarle estampada una indeleble sonrisa de payaso veneciano. A estas alturas los ilustres invitados continuaban libando whisky y champaña, creyendo que todo aquello no era más que una performance organizada por ambas familias, siempre tan a la vanguardia en estas artes del entretenimiento. Charles Virginio Tovar y Tovar Zuloaga tomó el micrófono y anunció sin anestesia su boda gay con Jeffrey, el primo menor del Nené, y su posterior luna de miel en Tailandia, donde ambos enfrentarían una operación de cambio de sexo. El famoso diseñador Ricky Zarikianis llamó a Polichacao, y la augusta boda terminó con un tropel de apellidos en pos de alguna funesta arepera. A partir de aquella velada, La Bejarana nunca más levantaría cabeza, terminando sus días como sede para un centro de desarrollo endógeno perteneciente a los círculos bolivarianos. Paz a sus restos.


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CELEBRACIÓN

Juan Zamora



Celebración: Del vulgaris latinus “Bochincheratum est”. Sí señores, es tiempo de celebración. Para los Hermanos Chang, aparte de la “Fiesta de la Primavera”, una de las festividades más importantes de su amada tierra, el aniversario de su prolífera empresa es otro evento que reviste, sino el mismo, por lo menos un muy parecido entusiasmo.

Y cómo no, su cambiante y dinámico mundo empresarial les ha reportado un sin fin de satisfacciones. Sus operadores (o testaferros) han mantenido un manejo excepcional de sus intereses en el transcurrir de todo un largo y tumultuoso año.

Truculentos o no, enigmáticos a veces, escabrosos otras, sus negocios siempre han funcionado. El constante cambio de rumbo nunca ha sido fruto de equívocos, quiebres o despilfarros, ¡no señor!, esto obedece simplemente a su naturaleza innovadora, aventurera, emprendedora y resolutiva. Por eso celebran “Los Chinos”, éstos Chinos, “Los Chang”.

Los Chang cambian de negocio como lo hace de carro el hijo de un gobernante: “No guta Pantaletelía, mejol Gestolía”. “Maliachi abulido, Juguetelía e pan comido”.

Así son ellos, enérgicos, hiperactivos, no se están quietos. Para colmo, se hicieron de un par de síndicos (qué no cínicos) que no saben anteponer un “NO” a cada una de sus demandas.

Pero es que decir “NO” a los Chang es correr el riesgo de perder hasta la propia vida. Amén de que conocen muy bien el arte de la intimidación. ¡Claro! Pero si son amigos de los Soprano, padrinos de Marlon Brando y admiradores de Frank Sinatra...

Existen rumores de que “cadáveres muertos, muertitos” han sido encontrados en el Río Guaire con una ancla amarrada al cuello o con lo pies empotrados en un tobo de cemento. Otros dan cuenta de similares descubrimientos, acá, en el litoral central. Lo que no se sabe es si esto es parte de una leyenda urbana o si por el contrario, la amarillenta y discreta mano de los Chang tiene algo que ver con los macabros hallazgos.

Aun tengo fresco el recuerdo de mi primer encuentro con “El negocio de los Chang”. Fue casualmente saliendo de una fiesta; la noche era joven, así que decidí dar una caminata tratando de dispersar un poco los etílicos vapores que mi cuerpo despedía. Buscando un lugar seguro, me fui a El Callejón de la Puñalada, en Sabana Grande. Saliendo del mencionado lugar y pasando por uno de los recovecos del solitario boulevard, me detuve al escuchar lo que parecía el accionar de un aerosol:

-¡Psst! ¡Psssst! ¡Pssssssst!
-¿Qué pasa, quién anda allí? –indagué
-¡Ey! tú, sí tú, es contigo.

Dos misteriosos individuos, trajeados al estilo de los “Hermanos Caradura”, y con sendas gabardinas negras, asomaron sus cabezas. Sus manos embutidas en guantes también negros hicieron señas para que me acercara. En voz baja, casi susurrante, se suscitó el siguiente diálogo:

-¡Eh! Amigo ¿Quieres trabajar para nosotros?
-Y más o menos haciendo qué
-Eso te lo iremos diciendo en el ínterin
-¿QUEEEÉ?
-¡Shsssss! Por favor, baja la voz.
-Esta bien, ¿queeeeeé?
-Que te lo iremos diciendo en el ínterin
-No conozco ese periódico
-Mira, pedazo de estiércol, no estamos jugando
-Me parece que así no llegaremos a ningún lado -respondí desafiante.

En eso, uno de ellos, mediante un movimiento brusco, sacó un libro de entre su gabardina, era “El Código da Vinci” de Dan Brown.

-¿Quieres que lo golpee?
-No, intentemos primero por las buenas.
-Escucha amigo, nosotros reclutamos gente.
-No parecen funcionarios de la prefectura, mucho menos militares. Además, no es época de recluta y si ese fuese el caso, les advierto que soy sostén de hogar y tengo los pies planos.
-Ahora sí lo golpeo.
-Calma, sigamos intentando con nuestros métodos de coaccionamiento aprendidos en la “Escuela de Letras”. Dejemos para aplicar en última instancia “La Psicología Chang”

Una fría sensación recorrió mi espina dorsal, mis piernas flaquearon y, con entrecortada y temblorosa voz, pregunté a duras penas:

-¿Los Chang?

Los misteriosos individuos se miraron las caras, me tomaron por la pechera e inquirieron:

-¿Qué sabes de los Chang?
-Eeeeh, bueno, yo, eeeessteeeee...
-Habla rápido. –La situación se tornó desesperante.
-Bueno que son unos chinos y que son hermanos y que son muy malos y que no tienen compasión con nada ni con nadie ,y que no sabe de dónde vienen ni para donde van y que...
-¡YA! Basta, párale, párale hombre –espetaron al unísono ambos misteriosos individuos.
-Ahora sí le doy -dijo, blandiendo ahora “Cujo” de Stephen King, el más agresivo de aquel par, y descargó un certero golpe en mi frente con la edición empastada del libro.

Desperté encima de una mesa del “Gran Café”. Partí en veloz carrera hacia mi casa. Al llegar, entré dando tumbos, sudoroso y con la frecuencia cardíaca acelerada. Así, en aquel estado, tuve que argumentar algo verdaderamente creíble e irrefutable ante el jurado que me esperaba desde hacía horas.

Mi esposa y mi hija me miraban de arriba abajo, mientras les contaba de la banda de Hare Krishnas que me había asaltado al salir de la fiesta de cumpleaños de mi primo.

-Me sometieron con sus cantos Vaisnavas, los golpes del Bayan y el Dayan, el repique de la Manjira y la melodía del Bansuri. El aturdimiento me hizo perder el equilibrio y caer. Ya en el suelo, amenazaron con introducir palitos de incienso en mi nariz. No pude hacer nada, lo juro, nada...

Convencido de que la historia había calado en mi pequeña y recelosa audiencia, me introduje en el baño. Al quitarme la camisa frente al espejo, me percaté de algo que cambiaría mi vida para siempre; sobre mi pecho y escrito con tinta china, pude leer la siguiente inscripción: “DESDE AHORA TRABAJAS PARA LOS CHANG”.

El resto es historia, material digno de un film de espionaje, ficción, acción y suspenso. Las asignaciones se sucederían mes a mes de manera cada vez más ingeniosa.

La primera fue en un restaurante chino.
Terminando de comer, el mesonero posó sobre mi mesa un platito con una galleta de la fortuna. La partí por la mitad, sustraje el pequeño papel que traía dentro y enseguida leí el mensaje:

“Maliachi sel nuevo negocio
tú esclibil pala nosotlos
no quelemos latos de ocio
a tlabajal, igual que los otlos”

Una postdata al pie de la nota me advertía que toda evidencia debía ser destruida, por lo que procedí a pulverizar la galleta dentro de mi puño y a engullir rápidamente la nota. No olvido la cara de extrañeza que pusieron una anciana y su nieto desde el mostrador del local. Por instantes pensé que se trataba del par de misteriosos individuos disfrazados o, en su defecto, pudieron haber sido los mismísimos hermanos asiáticos (también camuflajeados).

El siguiente mes, llegó a mis manos un paquete de chocolates Willy Wonka. Procedí apresuradamente a quitar los envoltorios pensando que quizás conseguiría un boleto dorado, pero en lugar de ello, encontré una nota de Los Chang:

“Funelalia, nueva invelsión
ya no quelel comida picante
así que tlabajal a millón
si no muelte al instante”

Siguiendo la consabida advertencia al pie de la nota, una vez más, me apegué al protocolo. Apretujé el chocolate hasta volverlo pasta para untar y me tragué el envoltorio y la nota casi sin masticar.

En otra oportunidad, creyendo que sostenía un encuentro cercano con lo gemelos albinos de “Matrix Reloaded”, me topé nuevamente con el par de misteriosos individuos. Ambos salieron de la parte de atrás de un camión cargado de harina de trigo que estaba estacionado frente a una panadería; sacudiendo sus ahora blanquecinas gabardinas y limpiando sus oscuros lentes, me entregaron una barra de pan. Dentro estaba la nota:

“No tlabajaste en juguetelía
peldonal vida pol aholita
así que dejal ya la tontelía
y comenzal con fáblica de culita”


Como ya sabía lo que seguía, llevé la nota a mi boca. Pensativo, me quedé observando el pan con cara de "¿y ahora?". El más agresivo del par de misteriosos individuos, como siempre de mal humor, me respondió: “Si quieres te lo metes por...”. El otro lo atajó, conminándolo a adentrarse nuevamente entre los sacos de harina de la parte trasera del camión, ya que su parte estaba hecha.

Poco tiempo después me enteré, de que el par de misteriosos individuos, eran quienes prestaban sus nombres para cuanto negocio tuviesen a bien emprender sus terribles mecenas. Es decir, Los Chang.

Para la Gestoría y la Concretera, se suscitaron episodios igualmente inusuales. Para lo de la gestoría, me contactó un agente secreto motorizado de nombre código “Richita”. En esta oportunidad, agradecí enormemente que el envoltorio no fuese ningún alimento. Sin embargo, no pude escapar a la acción de deglutir la nota que rezaba lo siguiente:

“Ahola hacel de gestol
así que ponelse en movimiento
este negocio selá mejol
pelo quelel más lendimiento”


El mensaje acerca de la Concretera vino adherido a un ladrillo. Todavía no sé quien lo envió directamente, pero el coño e’ su madre ese, tenía muy buena puntería. Me recordó aquellos viejos episodios de “El Ratón Ignacio y la Gata Loca”.

Esperé a que se me bajara el chichón para leer la nota; luego, en actitud desafiante me dije: "No voy a hacer nada con este ladrillo, me importan un pito el par de misteriosos individuos, al diablo también con Los Chinos. Me como la nota, pero no haré absolutamente nada con el puto ladrillo...”

Estoy redactando un Exhorto o Carta Rogatoria -para darle relevancia internacional- con la finalidad de exhortar a los Hermanos Chang a que modifiquen el bendito procedimiento ese de autodestruir sus mensajes, así como el tratamiento tan atípico que le dan a la entrega de los mismos. (¡Coño! ¿No bastaría con un simple “E-mail”?).

El pasado negocio se trató de un Peluquería, craso error, en esos sitios uno se entera de todo. Fue así como “accidentalmente” me informé de algunos detalles con respecto a la celebración de su aniversario. Por ejemplo:

Supe que debido a su camaradería con O-Ren Ishii, decidieron contratar al grupo de “Los 88 maníacos” para que se encarguen de la seguridad durante el festejo. También escuché que el menú consistiría en típica comida china, es decir: Aló flito, Shopsuey, Lumpia y Costillita.

Por cierto, eso de “Costilla” me recuerda un mensaje de “orientación” que recibí en una oportunidad:

“Ponel atención cuando esclibe
usal bien puntos y comilla
quien no acentúa bien lecibe
multiple flactula en costilla”

Debido a su gran recelo, la organización de todo el agasajo estará en manos de su propia agencia de festejos. Siendo ésta, su más reciente empresa, presumo que el par de misteriosos individuos, es decir, los testaferros, tendrán mucho de que ocuparse.

Yo por mi parte, sólo espero mantener una buena salud y todos mis huesos en buen estado; así que seguiré aceptando las encomiendas que me llegan cada mes, tratando de hacerlo lo mejor que pueda. Es preferible “Muelte Natulal” que “Muelte plovocada pol deflaudal a los Chang”.

Un saludo a “Los mecenas de cuanto dislate se les atraviesa, panas burda de Tony Soprano, mentores de O Ren-Ishii, padrinos de Marlon Brando y enemigos mortales de Don Francisco.” Y por supuesto, un gran abrazo también al par de misteriosos individuos...


EL BAILE DE LA CATRINA

Cynthia Rodríguez



Se lo habían dicho muchas veces, pero por más que lo intentaba, Perucho no lograba ver la contradicción. Después de todo, él tiene un solo oficio; el mismo que lo ha mantenido durante más de 20 años viviendo modesta pero solventemente en esta ciudad y que le ha permitido enviar a sus dos hijos a un colegio decente y tener un apartamento en La Candelaria con un televisor de plasma en la sala.

Pero la gente le insiste: ¿Cómo puedes tener esos dos trabajos al mismo tiempo? ¿No te enrolla? Y Perucho siempre contesta lo mismo: “Es el mismo trabajo, pero en dos sitios distintos. Y al final, la gente siempre necesita comer o tomarse algo. Eso es todo”.

Perucho trabaja de noche. Hace tiempo, cuando empezó, la cosa se le hacía complicada. No entraba en el ritmo, no hallaba cómo hacer para no quedarse dormido en plena faena. Pero después se acostumbró. Y empezó a hacerse la vida por las noches, como los vampiros. Perucho es mesonero. Los jueves, viernes y sábados trabaja en la agencia de festejos Mar y usa un uniforme de chaqueta blanca, siempre impecable. Los domingos se dedica al plasma y a la cama y no se pela el religioso partido de fútbol europeo que le hace pensar que el Directv se paga solo. Y los lunes, martes y miércoles, deja descansar la chaqueta blanca y usa una negra para servir consomés, chocolates y galletitas en la Funeraria Vallés, antiguo lugar de reunión de los muertos importantes y hoy pretenciosa vecina de edificios invadidos, indigentes y transformistas prostituidos de la Libertador. Sus clientes, que físicamente están a menos de dos cuadras de distancia, pueden estar muy alegres o devastados por la tristeza, pero siempre, indefectiblemente, están hambrientos.

Perucho dice con frecuencia, no sin cierta acidez: “igual en un lado o en el otro siempre están cagados de la risa”.

***

Quien se las quiera dar de intenso diría que la vida de Perucho se turna entre las dos caras de una misma moneda. Citaría a Octavio Paz para decir que la fiesta no es otra cosa que la eterna evasión de la muerte, la idea de que es mejor no pensar en lo efímero de la existencia y vivir borrachos, hasta que un día nos sorprenda la pelona. Para Perucho eso es una estupidez. “La gente se emborracha porque sí, porque para eso está la caña. Se lo beben todo, se lo echan encima, no andan pensando en nada más. ¡Ja! Si ustedes supieran lo que se endeuda aquí la gente para casar a la hija fea, bautizar el nieto bastardo o graduar al hijo bruto. En este país la plata se convierte en vómito. Al día siguiente, eso es lo único que queda”.

Sobre la muerte, las reflexiones de Perucho tampoco son profundas. “Si uno está acompañando a un muerto toda una noche, despierto, tiene que tomarse un caldo, un chocolate, comerse una galletica. Y eso de que la gente tenga que estar vestida de negro y con una llorantina para decir cuánto le duele el muerto, te puedo decir que no me lo creo. A más de una he pillado pegando gritos en la capilla y saliendo espelucada del cuartito para dormir, donde se metió con el cuñado para que la acompañara en su dolor”.

Perucho es esencialmente un amargado. Le molesta la hipocresía de la gente y sabe que no tiene el mejor de los trabajos para huir de sus destructivas garras. Aunque trata de no darse cuenta, “tendría que ser yo el muerto para no oír las barbaridades que dice la gente. Y eso que más de un idiota dice que no hay muerto malo”.

Con las fiestas es peor: “Nadie se casaría si supiera lo que se dice en las mesas de la gordura de la novia y los cuernos que el novio es capaz de poner”.

***

Pero tampoco es que Perucho sea puro ácido. De hecho, tiene una debilidad. En ese mundo lleno de cinismo que es la fiesta y la muerte, Perucho ha identificado a los personajes ideales, un grupo selecto al que le gustaría pertenecer, si no tuviera que mantener una familia. El los llama “los prácticos”, porque “prácticamente nadie los invitó”. Los conoce desde hace años, desde que empezó en el oficio y les ha ido tomando cariño. Tanto, que es casi uno de ellos. De unos años para acá, es “prácticamente” él quien les avisa cuándo hay casorio, grado, divorcio, despedida o velorio de gente con plata, de la que no pregunta cuántos tequeños se come un invitado –vamos, todos sabemos que hay un límite, sólo que no nos interesa tener ese número en la teoría, sino llegar a él por la vía práctica, para olvidárnoslo inmediatamente- ni cuántos tragos salen de un “frasco”.

Todas las noches, Perucho recibe la misma llamada. La del doctor Centeno (el mismo que le pidió prestados mil bolívares a Leonardo Padrón en una presentación de un libro del poeta, pero esa es otra historia), que habla con una voz de papel maché, propia del título que él mismo se otorgó en la universidad de una vida entera dedicada al delicado arte de colarse en cuanta fiesta (alegre o no) existe. Como a eso de las 8:00 pm suena el teléfono de la Vallés o de la Mar, dependiendo de la guardia de Perucho y Centeno hace la misma pregunta, con el mismo tono “Eh, distinguido, dígame ¿Qué va a haber porai?”.

Perucho goza con la idea de que aquel ordinarísimo señor y sus no menos pasapalodeyuquescos amigos vayan a pasar un buen rato a costillas de unos padres pantalleros o unos deudos dos caras, se vayan a comer los canapés, a beber el “mayor de edad”, vayan a invitar a salir a la prima del novio o se vayan a lanzar un maratón de chistes de gallegos que opacará el santo rosario. Todo esto mientras se dedican a repartir saludos, loas, buenaventuras o pésames y nosomosnadas, según convenga.

¿Por qué el doctor Centeno y sus amigos cosechan tan pintoresca afición? A Perucho, francamente, no lo desvelan las hipótesis. “A ellos, como a todos los que van a esas vainas, lo que les gusta es comer, echarse palos, chulearse al dueño de la fiesta o al muerto y quién sabe si hasta levantarse a alguna de las muchachas alegres o tristes, que para buscar compañía cualquiera de las dos se vale”, es todo lo que dice.

***

Esta noche, Perucho quiere escaparse temprano de la funeraria. No está de humor para que le digan que la sopa está muy aguada o que al sanduchito le falta “como más jamón”. Centeno, por su parte, lleva rato metido en la capilla y eso lo divierte.

Va a darle una vuelta, porque hoy vino solo y descubre que ya todos se han ido. Centeno está devorando el tercer sanduchito con café, cuando la viuda lo aborda.

-Ay mijo, usted tan solidario ¿De dónde conocía a mi Pedro Miguel?

Perucho no se quiere perder lo que sigue.

Eh, señora, mi sentido pésame. Pedro Miguel era un hombre esecsional. Yoooo tuve la oportunidad de conocerlo estando en el sindicato y….
La ceja de la señora indica que algo anda mal. Perucho los dejaría ser un rato más, pero la hija del muerto ha dejado de rezar para levantar la vista hacia Centeno. Perucho prefiere intervenir antes de que una nueva desgracia despeine las melenas de estas señoras.

-Doctor Arístides Centeno… Tiene llamada en la oficina.
-Ah, caramba, ecscusenme las señoras.

Ya en la Avenida Los Jabillos, el aire fresco de la noche le alborota el pelo a Perucho, y lo pone a fantasear con hacer lo mismo que hace Centeno alguna vez en la vida. Se le ocurre una idea. Se acuerda de que el jefe de mesoneros de turno en la Mar esta noche, le debe un favor. Agarra a Centeno y lo jala hacia la quinta amarilla. Lo hace pasar, como siempre, por la entrada del servicio, sólo que esta vez aprovecha para ajustar cuentas con el jefe de mesoneros, buscar una corbata mostaza espantosa que le quita la estampa de mesonero de la funeraria para hacerlo parecer el finado, y entrar en ese sistema cuyo funcionamiento él conoce a la perfección, porque tantas veces lo ha visto operar. El de la fiesta.

Perucho bebe whisky, hace chistes políticos, sugiere a los músicos las piezas que quiere oír, baila con la mamá de la novia (que parece más joven que la recién casada) y hasta da un discurso en la tarima, que es celebrado con una ovación y un “más champaña, caracha” del padre de la contrayente.

Centeno lo ve como a un santo. Este hombre lo sabe todo, hay mucho que aprender de él.

Ese día por fin Perucho desarrolla una teoría para responder a los impertinentes de siempre. Sus dos trabajos no son tan distintos, en realidad hay más en común entre estos dos negocios que entre el resto de las cosas que pasan en esta ciudad de día y de noche. Perucho sabe por fin que la vida es efímera, y no le importa. Sabe que cuando se muera no lo van a velar en la Vallés, pero le da lo mismo. La vida está de este lado del asunto, donde hay plasma, tequeños y whisky. Y hay que saber vivirla, en el velorio, en la boda… es cierto lo que dicen las viejas en las fiestas.

Pro fin siente el efecto de un trago mayor de edad, y no está dispuesto a renunciar a estas tranquilizadoras ideas de la vida hasta que no les vea el fondo blanco.

***

A las 8:00 de la mañana por fin se acaba la caña. Perucho se despide de los novios dándoles consejos para su vida futura. Recoge a un Centeno dormido, abrazado de una fuente y salen de la Quinta Mar. Ahora Perucho tiene una cortesía, un detalle. Pasa por la Vallés una vez más. Da un vistazo a sus dominios oscuros y sale con dos tazas de consomé. Sentados en la acera él y Centeno se quitan un poco la sonrisa de la cara y se dan ánimos para llegar hasta el Metro.

Hoy Perucho ve la ciudad como una cosa nueva. Sabe que no se debe a que ya no haya buhoneros montando sus tarantines; pero no termina de entender qué hay hoy que ayer no había. La pea se le está convirtiendo en ratón. La alegría de la vida y de la muerte, en cansancio.

Gruñe y rebusca en sus bolsillos. No tiene sencillo para comprar el ticket en la máquina.


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LAS FAUCES DEL SUEÑO

Enrique Enriquez



NOTA: La primera vez que oí hablar del blog de los hermanos Chang me vinieron a la mente Chang y Eng, los hermanos pegados por el torso que dieron origen al término "siamés." Hasta aquel momento, ser siamés significaba simplemente venir de Siam; pero desde que Chang y Eng salieron a relucir, ser siamés significa tener a un hermano pegado al cuerpo. Curiosamente, esta malformación congénita ha durado más que el país. Hoy en día Siam no se llama Siam, pero siguen naciendo gemelos siameses que ahora son separados en operaciones quirúrgicas riesgosísimas y perfectas para las noticias de la tarde. En la época de Chang y Eng, los siameses eran inseparables. También eran, claro está, buen negocio. Chan y Eng vivieron de ser Chang y Eng, se casaron, tuvieron infinidad de hijos, hicieron fama y fortuna. Uno llega a extrañar esa época en que el entretenimiento estaba lleno de freaks de verdad, en lugar de estar repleta de fenómenos morales, como la de ahora. (Todo esto que acabo de decirles no tiene que ver con nada; pero he pasado años colectando información circense que no hallo dónde meter, y por eso debo aprovechar cada oportunidad que se me presenta para dejar una imagen aquí, otra allá...) Lo segundo que pensé, cuando oí hablar de este proyecto, fue en este cuentecito que decidí enviar como mi contribución para el número aniversario. Como no lo había enviado antes, lo envío ahora. Léanlo, por favor, dándole a Raúl y Saúl, los personajes del cuento, los rostros de nuestros hermanos Chang. Verán que eso hace el final del cuento más interesante.

Aquí vamos...

El hombre que decide, por vocación, altruismo o apenas simple arrogancia, dedicar su vida a producir algo maravilloso que obre en beneficio de la humanidad, se convierte automáticamente en enemigo de sus contemporáneos. La raza humana evoluciona en contra de su voluntad, cuando en algún descuido del consenso se cuela una idea novedosa, y la gente no tanto la acepta como que se acostumbra a vivir con ella.

Quien tiene éxito tiene razón. Si aún está con vida para encarar su triunfo, verá como sus logros lo protegen de la envidia ajena. Por eso los que fracasan deben escabullirse nada más sentir la derrota, pues saben que les espera un castigo doble: el que resulta de su propia incompetencia y el ajuste de cuentas que correspondía al triunfador. Así es el ser humano: nadie se entristece porque una aspiración fracase. Nadie perdona un favor.

Para todos era claro que Raúl y Saúl, hermanos siameses unidos por el esternón, tenían futuro en el circo. Lo que nadie aceptaba era su afán por destacarse como domadores de fieras salvajes en lugar de simplemente ser fenómenos. Aún así, todos esperaban su debut con emoción.

Meter la cabeza dentro de las fauces de un león conlleva ciertos sustos, pero Raúl y Saúl habían practicado con ahínco. Aprendieron a ignorar el aliento fétido de estos felinos, producto de su dieta carnívora, que dejaría lívido al más pintado. También tenían cuidado de seguir el consejo de su maestro, el gran Tomaselli, de no abrir nunca demasiado los ojos dentro de la boca del animal. "Si tienes lentes de contacto se te pueden caer" -decía. Por último, se ejercitaban a diario con pesas y mancuernas, para tener brazos resistentes y capaces de mantener descoyuntadas las tremendas fauces del gato africano. Todo estaba previsto, pensado y ensayado, con excepción de una cosa: qué cabeza meterían.

Ni Raúl ni Saúl habían hablado de ese tema, dando por descontado cada uno que sería su cabeza la que visitaría el paladar del león. Cada uno quería afrontar la gloria de poner en peligro su vida en el debut, sin pensar siquiera que el otro tuviese la misma intención. La inesperada discusión tuvo lugar segundos antes de que las luces de la arena central del circo se encendieran y el jefe de pista pusiera al público al tanto de la proeza que verían sus ojos. Un leve comentario de Saúl fue el detonante:

-Cuando meta la cabeza en la boca del león, echa la tuya hacia atrás para que se vea bien mi cuello y nadie vaya a pensar que hay truco.

-¿Cuando METAS la cabeza? Pensé que quien metería su cabeza sería yo -dijo Raúl.

-No entiendo, ¿tu cabeza? ¿Para qué querría la gente ver metida tu cabeza en las fauces del león? Obviamente el público pagó por ver metida MI cabeza.

-¿Qué tiene tu cabeza que no tenga la mía? Aparte de caspa, claro...

Todavía discutían cuando la luz calurosa del reflector se posó sobre ellos. Frente a las mandíbulas abiertas del león, cada uno invocaba su derecho a meter la cabeza: por ser el mayor... por ser el menor... por tener el hígado más de acá que de allá... por las veces que éste se hizo el dormido mientras el otro se citaba con la contorsionista... Entre tanto, el público atónito contemplaba la escena.

-No puedes meter tu cabeza ¡tienes las orejas peludas!


-¡Si tú inclinas tu cabeza se notará a leguas que estás calvo en la coronilla!

-¡Tu lado del cuello de la camisa está más sucio que el mío!

-¡A mi me toca siempre lavar los platos!

Nadie rompió el silencio, nadie emitió un sonido. Todo el mundo pensaba que aquel tozudo forcejeo cabeza a cabeza era parte de la rutina ensayada. De pronto, alguna dama propensa a la histeria acompañó con un grito el resbalón de la mano de Raúl, mano que soltó sin querer la quijada monstruosa de la fiera carnívora, que en minutos clausuró de un mordisco aquella pugna filial tragándose de un golpe media parte en disputa. El león se tragó a Raúl. Cuando lograron reducirlo y meterlo a la jaula, sólo quedaba exhausto medio hermano: Saúl, que separado y sangrante inauguraba en mal momento su condición de individuo.

Cualquiera pensaría que aquel león salvaje había zanjado la pelea de forma salomónica. Que despegado de su hermano, Saúl no tendría competencia al momento de probar su coraje domando fieras. Extrañamente no fue así. Para un siamés tener sólo una cabeza, dos manos y dos piernas hace que la vida no tenga sentido. Saúl dejó aquel circo, desistió de la fama y estudió medicina en la universidad. Hoy se gana la vida atajando con abortos el más leve síntoma de malformación congénita.


http://blog.myspace.com/enriqueenriquez

EL BAR CIRCUNSPECTO

Roberto Echeto


Bar (Del ingl. bar, barra).
1. m. Local en que se despachan bebidas que suelen tomarse de pie, ante el mostrador.
2. m. Cierto tipo de cervecerías.


DRAE


A Roberto le gustan los bares; le fascinan las botellas ordenadas detrás de la barra, la oscuridad casi sólida que se esparce por sus predios, la atmósfera fría y cómoda que conforma un útero de humo en el que se habla y se llora o se sufre y se ríe.

Hay bares siniestros, donde hasta el ron es de mentira. En cambio hay bares fascinantes con cómodas butacas, cuadros bonitos, paredes de madera y algo que no tiene precio: calma, tranquilidad, nada de Olga Tañón a todo volumen; silencio, aire acondicionado, ruido de copas lejanas y más silencio.

A Roberto le regocijan los buenos bares, pero no le gusta beber en exceso; le fastidian los borrachos, sobre todo los que disertan, los que comienzan a darte palmadas en la espalda, los que lloran dementados o, peor aún, los que te invitan a navegar (otra vez) por las aguas siempre turbias del arroyo inmundo de la vida galante. Debe ser que se está poniendo viejo y que comienza a ver la belleza de los bares (y del mundo en general) con ojos tranquilos.

A diferencia de los bares, las tascas se caracterizan porque todo en ellas es exageración. Por lo general, sus barras tienen una especie de telón hecho de jamones que penden casi a la altura de las cabezas de quienes se sientan allí a beber cerveza y a comer tapas de distintos calibres, mientras en el fondo, y detrás del barman, siempre hay un televisor encendido que replica el mismo partido de fútbol o de béisbol que difunden los demás televisores esparcidos por todo el local. Otras veces, quien visita una tasca, pasa por debajo de una suerte de instalación también hecha de jamones serranos que, en esta oportunidad cuelgan de todo el techo del establecimiento, haciéndonos creer que estamos debajo de una suerte de «Penetrable» de Jesús Soto, pero conformado por cientos de deliciosas patas de cerdo. Lo único que Roberto pide para creer en la bondad de tales instalaciones es que los jamones sean reales y no burdas réplicas de yeso diseñadas para imitar los jabugos y los patas negras de la vida real.

Otro capricho que define el carácter teatral de la tasca es que casi todas apelan a la imaginería marinera para decorar sus paredes. De ese modo, encontramos escafandras, redes de pesca, nasas, timones y no puede faltar el mesonero vestido de blanco grumete o de primer oficial de una tripulación lista para servir camarones al ajillo, gambas, vieiras y paellas, amén de calamares en su tinta o rebozados, cocochas, mejillones, percebes, meros, etcétera, etcétera y más etcéteras porque los frutos del mar son infinitos.

Pero no nos desviemos. La tasca vista como restaurante es distinta a la tasca a la que sólo se va de marcha a beber y a intercambiar opiniones al compás de la música apocalíptica de un hombre-orquesta que canta por igual saetas y merengues. Esa tasca, la de la rumba, es la heredera de aquel lugar al que las señoras de antes llamaban «botiquín», proponiendo con tal nombre una evidente relación entre el alcohol que sirven en el bar y el isopropílico que debe haber a borbotones en todo gabinete dispuesto para ofrecerle los primeros auxilios a quien los necesite. En los botiquines había rockolas llenas de boleros indecibles que ponían melancólicos a aquéllos que no bailaban con las ficheras y que se quedaban sentaditos, emborrachándose y rumiando sus cuitas en medio de la colorida niebla de sus propios cigarros.

Pero a Roberto no le gusta el manido patetismo de esos lugares. A Roberto le fascinan los bares en los que no importa si pides un Campari con jugo de naranja o un bull shot porque hay infinitas botellas en la barra mostrando sus etiquetas y un barman que se sabe todas las claves para combinar sus respectivos contenidos.

Así como los niños van a la guardería, los adultos vamos al bar. Los infantes juegan con plastilina y los grandes nos divertimos dibujando sobre las servilletas y bebiendo cualquier maravilla líquida que nos ayude a salirnos del mundo real durante dos o tres horas.

Un bar, una pata momificada de jamón serrano, una cerveza, boquerones, tortilla, maní… La felicidad adquiere las formas más extrañas, pero está siempre a la vuelta de la esquina.

Salud.


http://robertoecheto.blogspot.com

UNA FIESTA PARA DINO

Lena Yau


Los Preparativos

Gallopolio Magnífico es el mejor organizador de fiestas. Da igual de qué fiesta se trate. Bautizos, Bodas, Comuniones, Quince Años, él esta siempre preparado, con las ideas más creativas, con los mejores contactos. Por eso es el encargado de eventos en la junta directiva de su club. Y una apuesta segura. Cada vez que hay elecciones para una nueva junta directiva, las planchas candidatas se lo disputan. Porque siempre gana aquella en la que esté Don Gallo.

Gallopolio cuadró bien las ruedas. Giró el volante a la derecha y retrocedió. Perfecto, pegado a la acera. Sonrió satisfecho. Se bajó del auto y buscó con la mirada. A unos metros se acercaba, con paso lento y cansado un chico. ¿Se lo cuido, musiú? Sí, dijo Gallopolio. ¿Se lo lavo?…No, está bien así. El chico le dio la espalda bostezando y Gallopolio siguió su camino.

La cita era a las diez en punto. Para Don Gallo todos los eventos que organizaba eran especiales. Pero esta vez se trataba de su consuegro y quería tener todo bien atado, que nada se le escapara de las manos, ningún imprevisto, ningún hilo suelto. Por eso pensó en Luigi Sterpellone. Tiene mucho prestigio. Un poco costoso, sí, pero valía la pena. Estaba seguro de que su consuegra estaría de acuerdo con la elección. Además, la familia no tenía problemas de presupuesto.

Luigi le sugirió el salón Nuvole. Tiene capacidad para doscientas personas y grandes ventanales con vistas al jardín y al lago. Aire acondicionado, diez baños, lámparas de araña, cortinas de terciopelo, alfombras persas. Sobrio y distinguido. A Gallo le pareció el salón adecuado. Luigi le explicó que no tenía que preocuparse por nada. Lo que hacía diferente a esta casa de otras es que ésta ofrecía todos los servicios. Y cuado dice todos se refiere a lo que hace falta para que tu evento sea como tú quieres que sea. Flores, catering, bebidas, música, maquilladores, estilistas, diseñadores, prensa, fotógrafos, invitados ilustres, actuaciones especiales, vigilantes, aparcacoches.

Gallopolio escogió las flores, liliums en colores variados con gipsófilas y la comida, ocho rondas de canapés variados y tres tipos de sopa: chupe, consomé y sancocho. Quiso ampliar la oferta gastronómica pero Luigi se lo desaconsejó. La experiencia le decía que la gente no suele comer sino beber. Por eso los canapés y (sobretodo) las sopas estarían bien. Gallo sabía que tenía razón pero le daba lástima. Para él la comida es el alma de la fiesta.

De los servicios ofrecidos contrató las bebidas (escocés de importación, ron, refrescos, agua y café), la música (un cuarteto de cuerdas, el quería un acordeonista, Luigi rechazó su idea), dos maquilladores, prensa regional y nacional, un invitado ilustre (Luigi dijo que era sorpresa), una actuación especial y aparcacoches. El dueño de la agencia le dijo que no olvidara contratar vigilantes, al menos dos, añadió. Gallo se preguntó para qué pero accedió sin titubeos, è bene, due guardie.

–Ah! Olvidábamos el recuerdo ¿quieres el catálogo?.

Gallo miró la variedad. Se concentró en la selección de jarrones. Todos eran hermosos. Muy a su pesar escogió el más clásico, blanco, de porcelana inglesa. Era lo único que había exigido su consuegra. Demasiado sobrio. A él le gustaba uno de cristal labrado y multicolor con tapa dorada.

Luigi le extendió la factura con el monto total. Sin adelanto. Sólo por ser tú.
Gallopolio leyó con detenimiento. Al terminar levantó la vista del papel, miró fijamente a Luigi y gritó:

-Ma… Luigi,…. ¿y el descuento?

El invitado ilustre

Filippo Fachetti deslizó los dedos sobre la seda. Sintió la suavidad y cerró los ojos para disfrutarla. Adoro esta corbata. La trayectoria de sus dedos se vio interrumpida cuando percibió algo áspero en la tela. Che cosa è questo? Acercó, alarmado, la corbata a sus ojos. En ella un hueco, muy pequeño, casi invisible. Quizá la chispa de un cigarro. Se pondría la corbata igual. No se notaba. El humor le cambió. Tenía que ser esa corbata, la que más le gustaba. Sintió rabia pero siguió vistiéndose.

La camisa blanca, perfectamente planchada, impecable. Usaría el traje azul marino. Es elegante y discreto. Lo sacó del armario. Brillaba de tanto uso. Por suerte con este contrato ganaría una buena cantidad de dinero. Eso le permitiría tapar algunos huecos, tal vez comprarse dos trajes y una corbata.

Recordó que antes no era así. Comprar un traje no era problema. Llegó a tener setenta, todos de diseñadores. Italianos, por supuesto. Los usaba un par de veces y luego los regalaba. Disfrutaba comprando. Trajes, corbatas, zapatos, relojes, coches, casas, yates, viñedos, cuadros. Podía permitirse cualquier capricho, cualquier lujo, nada estaba lejos de su alcance. Es lo que tiene ser una estrella. Y Filippo era eso, una estrella de fútbol, el capitán de la selección nacional. Fueron muchas las alegrías que le dio a su país. El público lo adoraba, era un ídolo para los niños, tanto que hicieron de él un personaje de los dibujos animados. Todo aquello que tuviera su nombre se vendía como pan caliente; camisas, bufandas, zapatos, pelotas, perfumes, libros, cereales. En los álbumes de cromos su barajita era siempre la más cotizada y la más difícil de conseguir. Tuvo dos programas de televisión y los paparazzi lo perseguían buscando desentrañar su vida privada. Filippo siempre fue muy cuidadoso. Vivió romances apasionados con actrices de moda (alguna casada), pin ups e incluso una escritora. Romances de los que nunca nadie supo.

Un día todo se acaba. Una lesión en la rodilla derecha frenó su carrera de golpe. No volvió a jugar. Su valor en el mercado fue bajando poco a poco. Al principio era invitado a tertulias televisivas y radiofónicas pero surgieron personajes más interesantes. El público quería conocer su vida privada y eso era algo con lo que él no pensaba comerciar. Pasó por uno que otro concurso, fue jurado en el Miss Universo y hasta sacó un disco pero todas sus iniciativas fracasaron. La gente le dio la espalda, lo olvidó. Tuvo que deshacerse de sus bienes poco a poco para pagar sus compromisos, para sobrevivir. Los famosos no tienen deudas hasta que dejan de serlo. Antes le extendían papeles en blanco para firmar autógrafos, ahora le extendían facturas. Superado por la situación decidió poner mar de por medio. Se fue de su país a otro para empezar de cero. De eso hacía treinta años y no se arrepentía. Mal que bien se ganaba la vida. Trabajaba como entrenador de fútbol infantil en un colegio y completaba sus ingresos atendiendo fiestas de renombre como invitado ilustre. Chequeó la hora en su falso Rolex. Se le hacía tarde.


La crónica

Diario La Galaxia
Jueves, 10 de Junio.


La animada despedida de Dino Crucce

Por Sacha Barazarte

Una vez más Luigi Sterpellone ha demostrado ser el rey de los saraos. Su desempeño profesional no deja lugar a dudas. Talento desbordado, buen gusto y maestría lo definen.

La ocasión fue la despedida de Don Dino Crucce, muy estimado y querido en nuestro país.

El salón Nuvole se vistió de gala para este evento. Más de doscientas personas asistieron. Hubo quien intentó entrar sin invitación pero los vigilantes actuaron silenciosa y efectivamente.

Marta Isabella de Crucce, (Eliana para los íntimos), brilló en su papel de anfitriona. Para tan señalada ocasión escogió un vestido negro en creppe de seda que favorecía mucho su ya de por sí espigada figura. Complementó su elegante sencillez con un maquillaje tenue (Eliana, cuéntanos tu secreto, chica, por ti no pasan los años!) y un peinado al natural.

La elegancia fue la nota que marcó la reunión. Entre los invitados lo más granado, la crema y nata de nuestra sociedad. (Aunque, chissssme, vi a G.P.H y a S.K.U, tan socialités ellas, guardando tequeños y tartaletas, dentro de sus maravillosas carteras de firma…! Fin de mundo, mana!).

Los señores Crucce dejaron correr botellas del mejor scotch, Royal Salute y ron de nuestro país, el mejor del mundo. Me dijo un pajarito que en el baño de damas había una extensión de la fiesta, animada por los chistes verdes de la Gata Fonseca, quien no soltó su “on the rocks, honey” ni para saludar a Dino.

El cuarteto de cuerdas tocó como los dioses. Le pregunté a Luiggi dónde había encontrado a instrumentistas tan virtuosos pero no soltó prenda (ay, Luigi, me la debes!), al oído me dijo “Cara, es secreto profesional”. La música que acompañó la velada sólo se detuvo cuando llegó Filippo Fachetti (¡qué fachetti! A su edad y cada día más guapo!) quien ignoró el murmullo que se hizo a su entrada y se dirigió con paso elástico a Marta Isabella para estamparle un beso en cada mejilla. Amo esa costumbre tan europea, sobretodo si los besos vienen de la boca de Filippo! Estaba impresionante, bronceado, en buena forma y con una sonrisa seductora. Me contaron que S.L.F y R.J.O de la P ofrecían un viaje a San Thomas a aquella que lograse llevárselo a la cama. Filippo se dedicó a contar historias que había compartido en la infancia junto a Dino. Toda una sorpresa saber que fue justamente Don Dino, su amigo del alma, quien animó y casi empujó a Filippo a ser futbolista. “Dino, no quiero que te vayas” dijo emocionado, mientras trataba de espantar al enjambre femenino que zumbaba a su alrededor.

De Don Dino qué puedo decir. Hombre apreciado y admirado donde los haya. Poseedor de eso que algunos llaman charm, buen padre, esposo y compañero, amigo de sus amigos hasta el final. Lucía con donaire un smoking de mohair con lana y a pesar de ostentar cierta rigidez parecía divertido, a punto de alzar la copa e invitar a un brindis. Una leve sonrisa se dibujaba en su rostro.

Los invitados coincidían en comentar lo bien que se veía, “Hay que ver”, oí que decía la Beba Roncoso,”!qué artistas del maquillaje tiene Luigi! ¡Yo quiero los mismos para mí!”

Genio y figura, su gallardía y su donaire traspasaban.

A las seis de la mañana se hizo la despedida formal. Los invitados hicieron cola y uno a uno le dijeron, con palabras muy cariñosas, adiós. Marta Isabella acusaba algo de cansancio, pero como la gran dama que es, no demostró ni un ápice del mismo. Saludó, departió, besó, sonrió, y hasta algún traguito vi que se echaba (Eli…¿tú dizque no bebías? ¡Estás pillada, amiga!)

Cuando el último de la fila se despidió de Don Dino Crucce, cerraron el ataúd y se lo llevaron. El jefe de mesoneros pidió a los asistentes que permanecieran en la cola y donde estaba la caja mortuoria se colocó una mesa con tres marmitas llenas de sopas. La gente aplaudió entusiasmada. Luego, tal vez producto del estado etílico de algunos, comenzaron los codazos, y el “quítate tu pa´ponerme yo”. Pon comida y caña para que veas cuanto dura la clase, decía mi abuela Josefina.

Tres horas tardó Dino en volver al salón Nuvola. Cambió el smoking de mohair con lana por un jarrón de porcelana inglesa.

Very classy, of course! Como su fiesta de despedida!

Madrid, 4 de Febrero de 2007


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