martes, 6 de febrero de 2007

HANDYCAM

Javier Miranda-Luque




—En mi familia las mujeres no se divorcian: ¡se quedan viudas, carajo!

Demasiado cerca para mi gusto, me inquieta la cara de sable de mi cuñado el militar –en close up extremo sobre mi rostro– empañando mis lentes astigmáticos, durante la fiesta de mi matrimonio con Edith. Y la verdad es que yo no había reparado en la vaina, pero las tres hermanas de mi mujer enviudaron a los pocos años de casarse. Mis desafortunados exconcuñados habían muerto, siempre, durante un viaje al extranjero, sin evidencias visibles de la existencia de algún jugoso seguro de vi(u)da que beneficiase a las cónyuges sobrevivientes.

Apurando mi tercer whisky, intento aplacar los múltiples reflectores y sirenas de alarma que se disparan en mi cabeza, viendo ahora a mi familia política como una clara y presente amenaza a mi integridad física. Yo era reincidente en los menesteres matrimoniales y quizás eso despertaba inquietudes en mis recelosos cuñados: el militar, el ingeniero, el abogado, el contador y el más simpático, quien gana más que todos ellos juntos, el dueño del taller mecánico.

—Lástima que tú no sabes nada de mecánica, Javier, ni tampoco tienes capital para montarlo, pero éste es un negocio de puta madre. Le ganas a todo diez y veinte veces lo que vale. Pero, eso sí, especialízate en carros importados. Te vas a Alemania, te sacas una certificación del fabricante como taller autorizado, importas tu mismo los repuestos y accesorios, montas una boutique del automóvil al lado del taller, pones a unas carajitas que estén riquísimas para presentarle el presupuesto a los clientes, contratas a un excelente grupo de mecánicos, los entrenas, les exiges mucho, los tratas decentemente y les pagas bien, dándoles tremendo bono de fin de año. Y la cuenta de uno engordando en el banco.

Edith intuye mi turbación y me rescata de su hermano menor, el único que se negó a iniciar estudios universitarios. Con el título de bachiller en la mano, Alberto se metió de cabeza en el Ince y ahora se ríe, al volante de su par de automóviles germanos, de los "titulados y uniformados" de la familia que manejan "carritos asiáticos de juguete".

—Deja tranquilo a mi maridito, Alberto, que él ni siquiera tiene carro.

—No, mi vida, si aquí tu hermano me estaba diciendo que su regalo de bodas es una berlina familiar con dirección asistida, suspensión independiente en las cuatro ruedas y airbags frontales y laterales para el conductor y el acompañante.

—Coño, Javier, me cagas con tus conocimientos de los "bi-em-dábliu".

—Véndenos uno de los tuyos, hermanito, a precio de gallina flaca y con un crédito blando.

—Mira, sistercita, yo con la familia ni compro ni vendo ni negocio ni contrato. Mejor sigan sin carro, que se ahorran un montón de preocupaciones y sale mucho más barato.

Plano general semipicado de la fiesta. Mi flamante esposa y yo nos abrimos paso en la concurrida pista de baile que se va despoblando al son de las baladas.

Rebobinado (¿rewind o flash-back?) al momento en que apuraba mi tercer whisky (ahora campaneo el quinto) y me preocupaba maquinando cómo mantener en la más estricta clandestinidad mis posibles infidelidades futuras, como la que sostendré años después con Anaid (la mejor ¿amiga? de mi mujer y madrina de nuestra boda), hasta que propongo un menage a trois y la farisea esa me manda bien lejos, empatándose con un jubilado de pedevesa, baboso y divorciado.

Anaid es la propia hembra en celo, vagina bípeda, una excitante mamífera de vello púbico poblado sobre su vulva caliente, un prominente clítoris ambulante, una audaz exponente de una doble-moral que te permite tratarla en la cama como a una dócil muñeca inflable y servirte de ella reduciéndola a receptáculo / depositaria de mis urgencias eyaculatorias, pero que no te deja "verbalizar" ninguna de las acciones que emprendes con(tra) ella. Y además suplica, con sus grandes ojos entornados, que bajo ninguna circunstancia vaya a enterarse Xío, su amiguita del alma.

—Aunque nosotras siempre lo compartimos todo, así que por qué no también los maridos. Y nada mejor que marido ajeno.

Corte violento a cámara subjetiva (yo buceándome) las tetas de alguna amiga de Edith y un culo desconocido enfundado en unas pantaletas mínimas que se le marcan perfectamente a través de la tela fría del vestido púrpura, mientras me erotizo bailando con mi esposa "Angie" de los Stones, mezclada luego con la zeppeliana "Escaleras al cielo". Hasta ahí llegan mis aptitudes coreográficas.

Cámara furtiva espiando a Mauricio, en el baño de caballeros, tirándose a Fabiola, una de las damas de honor, quien se muerde la falda del vestido para reprimir sus gemidos, mientras su compañero de cópula arremete con continuos movimientos pélvicos, limitados por los pantalones abajo. La visión cenital del acto resulta hilarante, casi fetichista: ella con la cara semicubierta por el vestido y él con la cola del frac de levita dando latigazos en el aire. El Mau ha ganado la apuesta: hacerlo con una invitada al matrimonio en plena fiesta.

Cámara lenta de los recién casados corriendo sobre las blancas arenas de la playa de Aruba. La cámara gira 360º como en las películas. Es la época del mercado negro de dólares, cuando se asigna $ 4.000 por pasajero en viajes empresariales fuera del país (sin límite pre-establecido de itinerarios) y otro puñado de billetes verdes por viajes personales. Omar y yo, socios en estas lides, llevamos ya un par de meses con este negocito que no durará mucho (media Venezuela -nación de pequeños y medianos empresarios- anda en lo mismo que nosotros): él consigue los inversionistas y yo las empresas y los pasajeros. La luna de miel arubiana es apenas uno de los periplos emprendidos por Edith y quien suscribe, viajeros incansables en sucesivas misiones comerciales a Curaçao, Panamá, Miami y Amsterdam.

Disolvencia de tiempo, meses después, a la hora de almuerzo en el hogar conyugal. Olvidándome por completo de los "buenos modales" que describe en su libro Marisela Guevara, yo hablo gesticulando con la boca llena y el tenedor en la mano.

—Oye, tengo una filmación mañana, de la cuña esa del huevo deshidratado, y no consigo a Angelina Molina para que prepare y maquille la comida.

—Javier, déjame llamar a Evelyn. Tú sabes que ella cocina divino y está pelando ahoritica.

—Yo sé que Evelyn cocina divino y es super-confiable, pero la comida debe tener un look de puta madre para la cuña. Acuérdate que es cine y todos son primeros planos...

Edith me para en seco con la mano derecha en alto. Con la izquierda sostiene el celular que la comunica con su amiga. Juntas son una especie de Abbott y Costello en femenino. Evelyn mide -sin tacones- medio metro menos que mi esposa, imponente con su 1,87 de estatura. Lástima que nunca le interesó el basket.

Contratamos a Evelyn. Las tortillas, pericos, quesillos, tortas, merengues, suspiros, flanes y huevos revueltos quedaron impecables. La cuña, pues, resultó todo un éxito y los consumidores criollos empezaron a comprar el producto como locos, ya que no tenían que refrigerarlo y duraba más y podían llevarlo en las excursiones y es cien por ciento natural, sin aditivos químicos, puro huevo en polvo para gente apurada. Así comenzó una suculenta empresa de preparación y maquillaje de alimentos por encargo, "Tall & Short Catering", cuya denominación comercial honra las características de ambas socias (le íbamos a poner "Alti-Bajos Catering" por jugar con el A-B-C, pero nos decidimos por un nombre gringo, más en sintonía con las tendencias angloparlantes del mercado publicitario).

Sketch de cámara escondida. Plano medio de Edith, vendedor y yo, averiguando el precio de un morral negro discreto y confortable (para llevar la Handycam, el trípode y los accesorios sin acusar nuestra valiosa carga).

—¿Noventa y cuatro mil bolívares cuesta este morral?

—No, veinticuatro mil bolívares, señora.

—¿Noventicuatro mil bolívares? –me toca insistir a mí.

—No, escúchenme bien, por favor. El morral cuesta 24 mil bolívares: dos-cuatro-cero-cero-cero –dibuja las cifras en el aire el vendedor desesperado y puntualiza con cuidado.—Veinticuatro mil bolívares, impuesto aparte.

—Ah, 24.000 bolívares, ahora sí nos entendemos. Tremenda estrategia de ventas, señor. A ese precio hasta podríamos llevarnos dos.

Edith y yo nos reímos del episodio mientras pagamos en la caja. Debimos haber parecido unos locos. El vendedor, que se ganó merecidamente su comisión, cuchichea ahora desde un rincón con sus compañeros de la tienda. Apresuramos la salida, mientras sentimos varios pares de ojos clavados sobre nosotros. Iremos a alguna otra sucursal cuando necesitemos comprar cualquier ítem del ramo.

Corte a plano medio mío, cámara en mano, reflejado en el espejo de mi cuarto. Narro directamente al lente y digo:

—Mi mujer se la está comiendo. Aburrida de sus aventuras gastronómicas, decide competir conmigo en el asunto de la escritura y envía un cuento a la bienal de la Sociedad de Autores y Compositores. Lo irónico es que yo llevo años mandando textos míos a cuanto concurso se me ponga por delante (ensayo, poesía, letras de himnos, dramaturgia claustrofóbica, pornoblogs, lo que sea), sin ganarme nada. Edith queda finalista con lo primero que escribe (así, una noche, de una sola sentada) y aparece publicada en una antología de narrativa breve. HAPPY NO END


http://javiermirandaluque.blogspot.com

1 comentario:

Jailin dijo...

¡Excelente! ¿Hay más?
Voy a tomarme la libertad de montar un fragmento en una página colectiva: http://trokinel.blogspot.com.