Edda Armas
La fiesta de la amistad le llamé. El ‘petit apartament’ como le llamaba Juan Cardozo, nuestro arquitecto amigo, que lo comparaba con el suyo en una de las estrechas callecitas del barrio latino en París. El mío en el centro del mundo, como dice mi querido amigo el poeta Armando Rojas Guardia, léase en La Campiña. Cuarenta y siete metros con balcón incluido sería el escenario. Un primer piso, sin escaleras. El número siete los recibía al tocar la puerta gris de madera con el tirador de manito que allí colgaba. Era lo que se llama un invento de un día para el otro. Una ráfaga de alegría que se apoderaba de la inquilina, o sea de mí, de igual manera como se dan las mejores cosas en la vida: sin aviso. Tomada la decisión, crucé la calle y compré los ingredientes para preparar algunos platillos para picar, haciendo gala de mi pasión por el arte de cocinar. Ya había aprendido a cocinar con gusto para mí misma, pero alguna resaca quedaba anclada en el alma que siente, definitivamente, que cocinar para el otro sobrevuela todo el placer de lo posible. Brindaríamos con caipirinha. Recién llegada de Sao Paulo como estaba, tras tres meses de estadía por vacaciones en diferentes ciudades de Brasil, no se me hacía posible pensar en otra bebida, si de brindar por la amistad se trataba. No obstante, coloqué algunas latas de polarcitas en el congelador, porsia. De una sentada llamé a mis compañeros de trabajo. Mercedes B., Martín Tereso, Kelita, Salme, Hayddé, Maria Consuelo, MariJubes, Orofino, Arturo, Cristóbal S. y mi corte más cercana por esos años ochenta, Gabriela G. , Alex, y algunos pocos más. Al enterarse de mi intención de que fuese una fiesta bailable preguntaban ¿y cabremos? Claro que sí, les respondía segurísima. La verdad es que no veía problema alguno en el tema planteado. La amistad no necesita tanto espacio para manifestarse. Ensancharíamos el lugar en la medida de las necesidades. Bailaríamos por la alegría que llega sin saber el cómo ni el porqué, pocas veces en la vida. O de vez en vez. Nos dejaríamos llevar por la endulcorada caipirinha, que seduce mientras engaña con su inocencia.
{Una constante en mi vida ha sido el tener amigos a distancia. Desde los 13 años que nos mudamos de Lecherías a Caracas y supimos de los primeros adioses y el distanciarse de los amigos y los paisajes de mar. La relación epistolar nos ha salvado del naufragio. Antes, por las que el cartero entregaba, ahora por estas invisibles flechas del correo-e}. [En una de las repisas de la cocina reposan las botellas de vino brindadas con amigos. Glorioso, Rioja, Reserva, 1999 con Ignacio y María José. Luis Alegre, Reserva 2003, con Joaquín y Tosca. Placido, Chianti, Italia, 2004 con Patricia y Nicolás. Y más, y más. Ven y verás.] (Desde esta fiesta de los amigos, que aún se recuerda en el vecindario de La Campiña, la agencia de festejos de los Hermanos Chang es la que llamo para los festejos sanos y no tan sanos, y la recomiendo ampliamente, pues nunca pasaron la factura de los vasos rotos de esa noche).
Reunirse es celebrar la tribu. Cumplir el ritual más primitivo de la danza. Alzar la copa con algunas de esas fragancias de la uva, o con el exilir de la cachaça, es atisbar lo eterno, a sabiendas de que cada uno seguirá un camino. El suyo, no siempre convergente al nuestro. Unos irán. Otros vendrán. Los amigos se celebran. La noche de brujas pidiendo los tres deseos atados cada uno a una piedra y escondidos bajo tierra para que se cumplan. Complicidad. Los pies van y vienen. La danza lo dice. La alegría no es la conformidad alborozada con lo que ocurre en la vida, sino con el hecho de vivir, escribe mi amigo Fernando Savater y lo remata: “Así lo afirma uno de mis pensadores favoritos, Robert Louis Stevenson: Hablando con propiedad, no es la vida lo que amamos sino el vivir”. Deseaba acelerar la sincronía entre alegría y amistad en el ínfimo instante del ahora, con el legítimo afán de palparla a manos propias. Así fue. Los que acudieron a la cita representaban a todos los que son y serán hasta el último día. Suena el gong de entrada y el gong de salida. Alguien lo escucha todo esta noche. Esta noche la luz no se apagará. Apagó la luz el último que salió la noche de la fiesta en La Campiña. El jardín es el balcón por el que vuelan las hadas que conservan los sueños que se cumplen. No se oyó la música de las esferas esa noche, mas el ritual que abajo ocurría los cielos lo aplaudían con la danza advenediza de la lluvia fuera de temporada.
La fiesta de la amistad le llamé. El ‘petit apartament’ como le llamaba Juan Cardozo, nuestro arquitecto amigo, que lo comparaba con el suyo en una de las estrechas callecitas del barrio latino en París. El mío en el centro del mundo, como dice mi querido amigo el poeta Armando Rojas Guardia, léase en La Campiña. Cuarenta y siete metros con balcón incluido sería el escenario. Un primer piso, sin escaleras. El número siete los recibía al tocar la puerta gris de madera con el tirador de manito que allí colgaba. Era lo que se llama un invento de un día para el otro. Una ráfaga de alegría que se apoderaba de la inquilina, o sea de mí, de igual manera como se dan las mejores cosas en la vida: sin aviso. Tomada la decisión, crucé la calle y compré los ingredientes para preparar algunos platillos para picar, haciendo gala de mi pasión por el arte de cocinar. Ya había aprendido a cocinar con gusto para mí misma, pero alguna resaca quedaba anclada en el alma que siente, definitivamente, que cocinar para el otro sobrevuela todo el placer de lo posible. Brindaríamos con caipirinha. Recién llegada de Sao Paulo como estaba, tras tres meses de estadía por vacaciones en diferentes ciudades de Brasil, no se me hacía posible pensar en otra bebida, si de brindar por la amistad se trataba. No obstante, coloqué algunas latas de polarcitas en el congelador, porsia. De una sentada llamé a mis compañeros de trabajo. Mercedes B., Martín Tereso, Kelita, Salme, Hayddé, Maria Consuelo, MariJubes, Orofino, Arturo, Cristóbal S. y mi corte más cercana por esos años ochenta, Gabriela G. , Alex, y algunos pocos más. Al enterarse de mi intención de que fuese una fiesta bailable preguntaban ¿y cabremos? Claro que sí, les respondía segurísima. La verdad es que no veía problema alguno en el tema planteado. La amistad no necesita tanto espacio para manifestarse. Ensancharíamos el lugar en la medida de las necesidades. Bailaríamos por la alegría que llega sin saber el cómo ni el porqué, pocas veces en la vida. O de vez en vez. Nos dejaríamos llevar por la endulcorada caipirinha, que seduce mientras engaña con su inocencia.
{Una constante en mi vida ha sido el tener amigos a distancia. Desde los 13 años que nos mudamos de Lecherías a Caracas y supimos de los primeros adioses y el distanciarse de los amigos y los paisajes de mar. La relación epistolar nos ha salvado del naufragio. Antes, por las que el cartero entregaba, ahora por estas invisibles flechas del correo-e}. [En una de las repisas de la cocina reposan las botellas de vino brindadas con amigos. Glorioso, Rioja, Reserva, 1999 con Ignacio y María José. Luis Alegre, Reserva 2003, con Joaquín y Tosca. Placido, Chianti, Italia, 2004 con Patricia y Nicolás. Y más, y más. Ven y verás.] (Desde esta fiesta de los amigos, que aún se recuerda en el vecindario de La Campiña, la agencia de festejos de los Hermanos Chang es la que llamo para los festejos sanos y no tan sanos, y la recomiendo ampliamente, pues nunca pasaron la factura de los vasos rotos de esa noche).
Reunirse es celebrar la tribu. Cumplir el ritual más primitivo de la danza. Alzar la copa con algunas de esas fragancias de la uva, o con el exilir de la cachaça, es atisbar lo eterno, a sabiendas de que cada uno seguirá un camino. El suyo, no siempre convergente al nuestro. Unos irán. Otros vendrán. Los amigos se celebran. La noche de brujas pidiendo los tres deseos atados cada uno a una piedra y escondidos bajo tierra para que se cumplan. Complicidad. Los pies van y vienen. La danza lo dice. La alegría no es la conformidad alborozada con lo que ocurre en la vida, sino con el hecho de vivir, escribe mi amigo Fernando Savater y lo remata: “Así lo afirma uno de mis pensadores favoritos, Robert Louis Stevenson: Hablando con propiedad, no es la vida lo que amamos sino el vivir”. Deseaba acelerar la sincronía entre alegría y amistad en el ínfimo instante del ahora, con el legítimo afán de palparla a manos propias. Así fue. Los que acudieron a la cita representaban a todos los que son y serán hasta el último día. Suena el gong de entrada y el gong de salida. Alguien lo escucha todo esta noche. Esta noche la luz no se apagará. Apagó la luz el último que salió la noche de la fiesta en La Campiña. El jardín es el balcón por el que vuelan las hadas que conservan los sueños que se cumplen. No se oyó la música de las esferas esa noche, mas el ritual que abajo ocurría los cielos lo aplaudían con la danza advenediza de la lluvia fuera de temporada.
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