En vista de que el hombre es un animal de costumbres, entiendo lo difícil que puede llegar a ser cambiar cualquiera de nuestros hábitos; más complicado, si dicha usanza viene arraigada con nosotros desde que somos críos.
Por ejemplo: Un cumpleaños sin pastel… Quizá suene ilógico para quien lo imagine. Hasta aquí, yo estoy de acuerdo, pero lo que no termino de entender, es la razón y el por qué de las velitas incrustadas encima de la torta. ¿A quién se le ocurriría por primera vez prenderle candela a la comida no para cocinarla, sino para establecer una nueva costumbre de celebración?
En nuestra cultura, un pastel con el tope encendido en llamas, es signo de festejo. ¿Quién sabe? quizás se deba al tema del fuego y su pureza y toda esa paja de nuestros ancestros de identificar a la felicidad con los años vividos, pero a decir verdad, a mí, esa explicación no me convence.
Soy partidario de seguir usando el pastel en este tipo de celebraciones, eso sí, con su respectivo licorcito, aunque prefiero una ecuación adversa: Licor como sorgo y una humilde tortica, porque en este caso, el orden de los factores sí que afecta el producto. Pero vayamos al grano, reflexionemos al respecto y decidamos qué es lo más sensato.
¿No es preferible que sobre la torta se coloque un icono cualitativo y no uno cuantitativo, como es el caso de las velitas?
La cantidad de luces solo se celebran hasta cierto punto de nuestra vida, después y a medida que transcurren los años, por muchas razones, la mayoría opta por colocar una sola sobre el pastel. Esto le da fuerza a mi teoría de que todos quieren dejar las fulanas velas y no se atreven por el simple hecho de que nos debemos a nuestras costumbres. Sin mencionar a los más viejitos, que año a año nos convidan parte de su sabiduría y de esa capacidad pulmonar ya menguada, a través de ese rito mágico y ciertamente íntimo, como es comerse un trozo de pastel con la respectiva dosis de saliva perfectamente distribuida para familiares, amigos, allegados y hasta para uno que otro coleado.
En mi caso particular, tengo muchas razones para no creer en esto de las velitas y lo efímero de su representación, pero ya les contaré más adelante. Lo cierto es que desde hace un par de años, he cambiado esta costumbre y ahora coloco sobre mi torta un símbolo de mi efeméride personal mucho más representativo que el tiempo transcurrido y, la verdad es que me ha funcionado muy bien.
Ahora que lo pienso, me encantaría regresar el tiempo, específicamente a ese año en que lo hice por primera vez. Hubiera puesto una pantaletica carmesí sobre el pastel, eso sí, dobladita y planchadita, nada de guarrerías. Hubiese buscado una lo más parecida posible a la que le quité a la que hoy no recuerdo su nombre, pero si sus formas, y hubiera celebrado con los míos la dicha del salto a la hombría que di ese año maravilloso. Habría hecho lo propio el año que compré mi primer carro, aún lo recuerdo, todo un Catanare, “un cagajón” para los que no entiendan la palabra, pero símbolo de mi libertad en ese momento.
Y como tantos eventos importantes de mi vida, hacerlo sucesivamente con cada logro, con cada meta cumplida. Porque celebrar un año sin logros, sólo por el simple hecho de que sea “un año más” como dicen algunos que no tienen otra cosa menos cliché que decir a la hora de felicitarte, me parece que le escasean los méritos, si al final de cuentas, la mayoría de las veces, no somos quienes decidimos hasta cuando…
Algo parecido le sucedió a mi tía “Salvadora”. No es que me haya salvado de algo ni mucho menos, ese es su nombre de pila. El punto es que mi tía dejo de colocarle velas a sus tortas desde el momento en que mi tío político se fue por cigarrillos hace unos siete años aproximadamente y nunca regresó, desde entonces el fuego sobre el pastel, fue reemplazado por las lágrimas salinas de sus recuerdos, que para efectos reposteros, arrojaban una extraña receta con esa mezcla amarga en sentimientos y el dulzor original de la masa.
El hijo de puta de mi tío, que por cierto, ya no es nada mío, le hizo la promesa que cada año soplarían las velitas del aniversario en cuestión y juntos las seguirían soplando mientras contaran con vida, y como para ella él ya había muerto, dejó de colocarlas por temor a que volviera.
También recuerdo la fiesta de cumpleaños que le celebramos a Marcial Omar, un viejo amigo de la universidad, coincidencialmente era la misma fecha de su primer aniversario con Carmen Elena, su novia en aquel entonces. Luego de soplar la única vela incrustada en el pastel, él la guardó en su bolsillo, no sin antes hacer una especie de juramento ridículo y empalagoso con la fulana. Un par de horas más tarde, por alguna extraña razón, Carmen Elena lo hacía en su cuarto con el mismísimo primo de Marcial Omar. Casi ocurrió una desgracia, todos intervenimos para evitarlo; sin embargo, la velita sufrió la misma suerte que la nada arrepentida de su ex, ambos fueron a parar a la calle. Y hoy día, el primo sigue siendo primo y perro también.
Del abuelo Ramón (mi abuelo por parte de padre) quedó aprisionado en mi memoria el hecho de cómo curiosamente un día pidió que no le colocaran más velas a su torta. Para mí estaba claro que él no quería repetir el deseo que cada año venía solicitando. Se le veía cansado y resignado. Ese año, según recuerdo, fue uno de sus mejores. Se le quitaron todos los achaques fastidiosos signos de su edad y decidió visitar a cuanta gente se le ocurría. Su mejoría fue notable y cuando volvió a decidir querer seguir viviendo, lo deseó en su último cumpleaños con la velita que él mismo pidió volvieran a colocar. Al año siguiente, nos tocó celebrar su aniversario en su ausencia.
En fin, tanta vela me quita el sueño, es decir, me desvela, quizá sea cábala, o simplemente es que intento hallarle el sentido lógico y coherente a las cosas, no lo sé, tampoco pretendo hacerles cambiar sus costumbres, lo único importante ahora es que ha llegado el primer aniversario de esta genialidad china, irónicamente con mano de obra venezolana. Por lo tanto, propongo un brindis con su respectiva tortica y que cada quien traiga consigo el icono que más le haya apasionado durante este año: puede ser una bujía, una curita, algún juguetico, cualquier animalito tipo zoo (se valen peluches), unas tijeras, un sombrerito mariachi ¿o por qué no? a los propios mariachis, una bolsita de cemento y hasta una sopita. Yo pongo la torta “que a eso estoy acostumbrado” pero eso sí, sin nada de velas, que las velas son pa’ cuando se va la luz.
Por ejemplo: Un cumpleaños sin pastel… Quizá suene ilógico para quien lo imagine. Hasta aquí, yo estoy de acuerdo, pero lo que no termino de entender, es la razón y el por qué de las velitas incrustadas encima de la torta. ¿A quién se le ocurriría por primera vez prenderle candela a la comida no para cocinarla, sino para establecer una nueva costumbre de celebración?
En nuestra cultura, un pastel con el tope encendido en llamas, es signo de festejo. ¿Quién sabe? quizás se deba al tema del fuego y su pureza y toda esa paja de nuestros ancestros de identificar a la felicidad con los años vividos, pero a decir verdad, a mí, esa explicación no me convence.
Soy partidario de seguir usando el pastel en este tipo de celebraciones, eso sí, con su respectivo licorcito, aunque prefiero una ecuación adversa: Licor como sorgo y una humilde tortica, porque en este caso, el orden de los factores sí que afecta el producto. Pero vayamos al grano, reflexionemos al respecto y decidamos qué es lo más sensato.
¿No es preferible que sobre la torta se coloque un icono cualitativo y no uno cuantitativo, como es el caso de las velitas?
La cantidad de luces solo se celebran hasta cierto punto de nuestra vida, después y a medida que transcurren los años, por muchas razones, la mayoría opta por colocar una sola sobre el pastel. Esto le da fuerza a mi teoría de que todos quieren dejar las fulanas velas y no se atreven por el simple hecho de que nos debemos a nuestras costumbres. Sin mencionar a los más viejitos, que año a año nos convidan parte de su sabiduría y de esa capacidad pulmonar ya menguada, a través de ese rito mágico y ciertamente íntimo, como es comerse un trozo de pastel con la respectiva dosis de saliva perfectamente distribuida para familiares, amigos, allegados y hasta para uno que otro coleado.
En mi caso particular, tengo muchas razones para no creer en esto de las velitas y lo efímero de su representación, pero ya les contaré más adelante. Lo cierto es que desde hace un par de años, he cambiado esta costumbre y ahora coloco sobre mi torta un símbolo de mi efeméride personal mucho más representativo que el tiempo transcurrido y, la verdad es que me ha funcionado muy bien.
Ahora que lo pienso, me encantaría regresar el tiempo, específicamente a ese año en que lo hice por primera vez. Hubiera puesto una pantaletica carmesí sobre el pastel, eso sí, dobladita y planchadita, nada de guarrerías. Hubiese buscado una lo más parecida posible a la que le quité a la que hoy no recuerdo su nombre, pero si sus formas, y hubiera celebrado con los míos la dicha del salto a la hombría que di ese año maravilloso. Habría hecho lo propio el año que compré mi primer carro, aún lo recuerdo, todo un Catanare, “un cagajón” para los que no entiendan la palabra, pero símbolo de mi libertad en ese momento.
Y como tantos eventos importantes de mi vida, hacerlo sucesivamente con cada logro, con cada meta cumplida. Porque celebrar un año sin logros, sólo por el simple hecho de que sea “un año más” como dicen algunos que no tienen otra cosa menos cliché que decir a la hora de felicitarte, me parece que le escasean los méritos, si al final de cuentas, la mayoría de las veces, no somos quienes decidimos hasta cuando…
Algo parecido le sucedió a mi tía “Salvadora”. No es que me haya salvado de algo ni mucho menos, ese es su nombre de pila. El punto es que mi tía dejo de colocarle velas a sus tortas desde el momento en que mi tío político se fue por cigarrillos hace unos siete años aproximadamente y nunca regresó, desde entonces el fuego sobre el pastel, fue reemplazado por las lágrimas salinas de sus recuerdos, que para efectos reposteros, arrojaban una extraña receta con esa mezcla amarga en sentimientos y el dulzor original de la masa.
El hijo de puta de mi tío, que por cierto, ya no es nada mío, le hizo la promesa que cada año soplarían las velitas del aniversario en cuestión y juntos las seguirían soplando mientras contaran con vida, y como para ella él ya había muerto, dejó de colocarlas por temor a que volviera.
También recuerdo la fiesta de cumpleaños que le celebramos a Marcial Omar, un viejo amigo de la universidad, coincidencialmente era la misma fecha de su primer aniversario con Carmen Elena, su novia en aquel entonces. Luego de soplar la única vela incrustada en el pastel, él la guardó en su bolsillo, no sin antes hacer una especie de juramento ridículo y empalagoso con la fulana. Un par de horas más tarde, por alguna extraña razón, Carmen Elena lo hacía en su cuarto con el mismísimo primo de Marcial Omar. Casi ocurrió una desgracia, todos intervenimos para evitarlo; sin embargo, la velita sufrió la misma suerte que la nada arrepentida de su ex, ambos fueron a parar a la calle. Y hoy día, el primo sigue siendo primo y perro también.
Del abuelo Ramón (mi abuelo por parte de padre) quedó aprisionado en mi memoria el hecho de cómo curiosamente un día pidió que no le colocaran más velas a su torta. Para mí estaba claro que él no quería repetir el deseo que cada año venía solicitando. Se le veía cansado y resignado. Ese año, según recuerdo, fue uno de sus mejores. Se le quitaron todos los achaques fastidiosos signos de su edad y decidió visitar a cuanta gente se le ocurría. Su mejoría fue notable y cuando volvió a decidir querer seguir viviendo, lo deseó en su último cumpleaños con la velita que él mismo pidió volvieran a colocar. Al año siguiente, nos tocó celebrar su aniversario en su ausencia.
En fin, tanta vela me quita el sueño, es decir, me desvela, quizá sea cábala, o simplemente es que intento hallarle el sentido lógico y coherente a las cosas, no lo sé, tampoco pretendo hacerles cambiar sus costumbres, lo único importante ahora es que ha llegado el primer aniversario de esta genialidad china, irónicamente con mano de obra venezolana. Por lo tanto, propongo un brindis con su respectiva tortica y que cada quien traiga consigo el icono que más le haya apasionado durante este año: puede ser una bujía, una curita, algún juguetico, cualquier animalito tipo zoo (se valen peluches), unas tijeras, un sombrerito mariachi ¿o por qué no? a los propios mariachis, una bolsita de cemento y hasta una sopita. Yo pongo la torta “que a eso estoy acostumbrado” pero eso sí, sin nada de velas, que las velas son pa’ cuando se va la luz.
2 comentarios:
"El hijo de puta de mi tío, que por cierto, ya no es nada mío"....jajajajajaja que vaina tan buena broder...jajajajajajaja
Excelente texto, espero tener la oportunidad de seguir leyendo al Sr.Castillo por aquì.
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