martes, 6 de febrero de 2007

EL BAILE DE LA CATRINA

Cynthia Rodríguez



Se lo habían dicho muchas veces, pero por más que lo intentaba, Perucho no lograba ver la contradicción. Después de todo, él tiene un solo oficio; el mismo que lo ha mantenido durante más de 20 años viviendo modesta pero solventemente en esta ciudad y que le ha permitido enviar a sus dos hijos a un colegio decente y tener un apartamento en La Candelaria con un televisor de plasma en la sala.

Pero la gente le insiste: ¿Cómo puedes tener esos dos trabajos al mismo tiempo? ¿No te enrolla? Y Perucho siempre contesta lo mismo: “Es el mismo trabajo, pero en dos sitios distintos. Y al final, la gente siempre necesita comer o tomarse algo. Eso es todo”.

Perucho trabaja de noche. Hace tiempo, cuando empezó, la cosa se le hacía complicada. No entraba en el ritmo, no hallaba cómo hacer para no quedarse dormido en plena faena. Pero después se acostumbró. Y empezó a hacerse la vida por las noches, como los vampiros. Perucho es mesonero. Los jueves, viernes y sábados trabaja en la agencia de festejos Mar y usa un uniforme de chaqueta blanca, siempre impecable. Los domingos se dedica al plasma y a la cama y no se pela el religioso partido de fútbol europeo que le hace pensar que el Directv se paga solo. Y los lunes, martes y miércoles, deja descansar la chaqueta blanca y usa una negra para servir consomés, chocolates y galletitas en la Funeraria Vallés, antiguo lugar de reunión de los muertos importantes y hoy pretenciosa vecina de edificios invadidos, indigentes y transformistas prostituidos de la Libertador. Sus clientes, que físicamente están a menos de dos cuadras de distancia, pueden estar muy alegres o devastados por la tristeza, pero siempre, indefectiblemente, están hambrientos.

Perucho dice con frecuencia, no sin cierta acidez: “igual en un lado o en el otro siempre están cagados de la risa”.

***

Quien se las quiera dar de intenso diría que la vida de Perucho se turna entre las dos caras de una misma moneda. Citaría a Octavio Paz para decir que la fiesta no es otra cosa que la eterna evasión de la muerte, la idea de que es mejor no pensar en lo efímero de la existencia y vivir borrachos, hasta que un día nos sorprenda la pelona. Para Perucho eso es una estupidez. “La gente se emborracha porque sí, porque para eso está la caña. Se lo beben todo, se lo echan encima, no andan pensando en nada más. ¡Ja! Si ustedes supieran lo que se endeuda aquí la gente para casar a la hija fea, bautizar el nieto bastardo o graduar al hijo bruto. En este país la plata se convierte en vómito. Al día siguiente, eso es lo único que queda”.

Sobre la muerte, las reflexiones de Perucho tampoco son profundas. “Si uno está acompañando a un muerto toda una noche, despierto, tiene que tomarse un caldo, un chocolate, comerse una galletica. Y eso de que la gente tenga que estar vestida de negro y con una llorantina para decir cuánto le duele el muerto, te puedo decir que no me lo creo. A más de una he pillado pegando gritos en la capilla y saliendo espelucada del cuartito para dormir, donde se metió con el cuñado para que la acompañara en su dolor”.

Perucho es esencialmente un amargado. Le molesta la hipocresía de la gente y sabe que no tiene el mejor de los trabajos para huir de sus destructivas garras. Aunque trata de no darse cuenta, “tendría que ser yo el muerto para no oír las barbaridades que dice la gente. Y eso que más de un idiota dice que no hay muerto malo”.

Con las fiestas es peor: “Nadie se casaría si supiera lo que se dice en las mesas de la gordura de la novia y los cuernos que el novio es capaz de poner”.

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Pero tampoco es que Perucho sea puro ácido. De hecho, tiene una debilidad. En ese mundo lleno de cinismo que es la fiesta y la muerte, Perucho ha identificado a los personajes ideales, un grupo selecto al que le gustaría pertenecer, si no tuviera que mantener una familia. El los llama “los prácticos”, porque “prácticamente nadie los invitó”. Los conoce desde hace años, desde que empezó en el oficio y les ha ido tomando cariño. Tanto, que es casi uno de ellos. De unos años para acá, es “prácticamente” él quien les avisa cuándo hay casorio, grado, divorcio, despedida o velorio de gente con plata, de la que no pregunta cuántos tequeños se come un invitado –vamos, todos sabemos que hay un límite, sólo que no nos interesa tener ese número en la teoría, sino llegar a él por la vía práctica, para olvidárnoslo inmediatamente- ni cuántos tragos salen de un “frasco”.

Todas las noches, Perucho recibe la misma llamada. La del doctor Centeno (el mismo que le pidió prestados mil bolívares a Leonardo Padrón en una presentación de un libro del poeta, pero esa es otra historia), que habla con una voz de papel maché, propia del título que él mismo se otorgó en la universidad de una vida entera dedicada al delicado arte de colarse en cuanta fiesta (alegre o no) existe. Como a eso de las 8:00 pm suena el teléfono de la Vallés o de la Mar, dependiendo de la guardia de Perucho y Centeno hace la misma pregunta, con el mismo tono “Eh, distinguido, dígame ¿Qué va a haber porai?”.

Perucho goza con la idea de que aquel ordinarísimo señor y sus no menos pasapalodeyuquescos amigos vayan a pasar un buen rato a costillas de unos padres pantalleros o unos deudos dos caras, se vayan a comer los canapés, a beber el “mayor de edad”, vayan a invitar a salir a la prima del novio o se vayan a lanzar un maratón de chistes de gallegos que opacará el santo rosario. Todo esto mientras se dedican a repartir saludos, loas, buenaventuras o pésames y nosomosnadas, según convenga.

¿Por qué el doctor Centeno y sus amigos cosechan tan pintoresca afición? A Perucho, francamente, no lo desvelan las hipótesis. “A ellos, como a todos los que van a esas vainas, lo que les gusta es comer, echarse palos, chulearse al dueño de la fiesta o al muerto y quién sabe si hasta levantarse a alguna de las muchachas alegres o tristes, que para buscar compañía cualquiera de las dos se vale”, es todo lo que dice.

***

Esta noche, Perucho quiere escaparse temprano de la funeraria. No está de humor para que le digan que la sopa está muy aguada o que al sanduchito le falta “como más jamón”. Centeno, por su parte, lleva rato metido en la capilla y eso lo divierte.

Va a darle una vuelta, porque hoy vino solo y descubre que ya todos se han ido. Centeno está devorando el tercer sanduchito con café, cuando la viuda lo aborda.

-Ay mijo, usted tan solidario ¿De dónde conocía a mi Pedro Miguel?

Perucho no se quiere perder lo que sigue.

Eh, señora, mi sentido pésame. Pedro Miguel era un hombre esecsional. Yoooo tuve la oportunidad de conocerlo estando en el sindicato y….
La ceja de la señora indica que algo anda mal. Perucho los dejaría ser un rato más, pero la hija del muerto ha dejado de rezar para levantar la vista hacia Centeno. Perucho prefiere intervenir antes de que una nueva desgracia despeine las melenas de estas señoras.

-Doctor Arístides Centeno… Tiene llamada en la oficina.
-Ah, caramba, ecscusenme las señoras.

Ya en la Avenida Los Jabillos, el aire fresco de la noche le alborota el pelo a Perucho, y lo pone a fantasear con hacer lo mismo que hace Centeno alguna vez en la vida. Se le ocurre una idea. Se acuerda de que el jefe de mesoneros de turno en la Mar esta noche, le debe un favor. Agarra a Centeno y lo jala hacia la quinta amarilla. Lo hace pasar, como siempre, por la entrada del servicio, sólo que esta vez aprovecha para ajustar cuentas con el jefe de mesoneros, buscar una corbata mostaza espantosa que le quita la estampa de mesonero de la funeraria para hacerlo parecer el finado, y entrar en ese sistema cuyo funcionamiento él conoce a la perfección, porque tantas veces lo ha visto operar. El de la fiesta.

Perucho bebe whisky, hace chistes políticos, sugiere a los músicos las piezas que quiere oír, baila con la mamá de la novia (que parece más joven que la recién casada) y hasta da un discurso en la tarima, que es celebrado con una ovación y un “más champaña, caracha” del padre de la contrayente.

Centeno lo ve como a un santo. Este hombre lo sabe todo, hay mucho que aprender de él.

Ese día por fin Perucho desarrolla una teoría para responder a los impertinentes de siempre. Sus dos trabajos no son tan distintos, en realidad hay más en común entre estos dos negocios que entre el resto de las cosas que pasan en esta ciudad de día y de noche. Perucho sabe por fin que la vida es efímera, y no le importa. Sabe que cuando se muera no lo van a velar en la Vallés, pero le da lo mismo. La vida está de este lado del asunto, donde hay plasma, tequeños y whisky. Y hay que saber vivirla, en el velorio, en la boda… es cierto lo que dicen las viejas en las fiestas.

Pro fin siente el efecto de un trago mayor de edad, y no está dispuesto a renunciar a estas tranquilizadoras ideas de la vida hasta que no les vea el fondo blanco.

***

A las 8:00 de la mañana por fin se acaba la caña. Perucho se despide de los novios dándoles consejos para su vida futura. Recoge a un Centeno dormido, abrazado de una fuente y salen de la Quinta Mar. Ahora Perucho tiene una cortesía, un detalle. Pasa por la Vallés una vez más. Da un vistazo a sus dominios oscuros y sale con dos tazas de consomé. Sentados en la acera él y Centeno se quitan un poco la sonrisa de la cara y se dan ánimos para llegar hasta el Metro.

Hoy Perucho ve la ciudad como una cosa nueva. Sabe que no se debe a que ya no haya buhoneros montando sus tarantines; pero no termina de entender qué hay hoy que ayer no había. La pea se le está convirtiendo en ratón. La alegría de la vida y de la muerte, en cansancio.

Gruñe y rebusca en sus bolsillos. No tiene sencillo para comprar el ticket en la máquina.


http://www.lavativario.blogspot.com

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cynt, esta historia me fascinó desde el primer momento que leí para montarla. Esa vaina entre la fiesta y la muerte, es una belleza, y toda la historia del club de arroceros, es demasiado.

Salud